Estimados lectores:
Hasta nuevo aviso, me traslado a una nueva dirección:
http://rafaelfontan.wordpress.com/
Espero verlos por allí.
El bastón de Tiresias
BÁCULO Y GUÍA PARA MANEJARSE DECENTEMENTE POR LA MITOLOGÍA PENAL CONTEMPORÁNEA
sábado, 3 de noviembre de 2012
jueves, 26 de enero de 2012
Camps, no culpable, sí, pero ¿inocente?
En líneas generales, y más allá de la presunción de inocencia, la palabra “inocente” resulta extraña para la terminología procesal y penal española contemporánea, pese a lo clarificador de su significado.
En los procesos que, poco rigurosamente, podríamos denominar ordinarios (es decir, en los que no interviene el jurado), tras el procedimiento correspondiente y si no se sobresee antes la causa, el juez finaliza el proceso dictando una sentencia en la que condena a los acusados (o imputados, o procesados), o los absuelve. En este sentido, las “palabras clave” serían condenado y absuelto.
La Ley del Tribunal del Jurado (que así se llama), introduce sin embargo una terminología, hasta cierto punto, novedosa. En este tipo de procesos, y pese a que un juez dicta (escribe, formaliza, construye) la sentencia correspondiente, es el jurado popular el que decide previamente tanto si los hechos objeto del juicio han sido o no suficientemente probados, como si queda demostrada en ellos la participación y responsabilidad de los acusados. De hecho, el veredicto del jurado sólo responde a esas dos cuestiones: el magistrado-juez les presenta un escrito lleno de preguntas (lo que se denomina objeto del veredicto) y los jurados se limitan a considerar probados o no probados los diversos acontecimientos narrados en la descripción de los hechos, y a considerar culpable o no culpable de los hechos probados a la persona enjuiciada. En base a ese veredicto, el juez dicta la consiguiente sentencia, que será condenatoria si los jurados han encontrado culpable al acusado, o absolutoria, si el jurado le ha encontrado no culpable.
En las películas dobladas se utiliza inocente como traducción de not guilty, cuando, como hemos visto y pese a significar lo mismo, la realidad es que dicha expresión resulta caprichosamente ajena a nuestra tradición jurídica.
Aunque siempre hay francotiradores, más o menos errados...
En los procesos que, poco rigurosamente, podríamos denominar ordinarios (es decir, en los que no interviene el jurado), tras el procedimiento correspondiente y si no se sobresee antes la causa, el juez finaliza el proceso dictando una sentencia en la que condena a los acusados (o imputados, o procesados), o los absuelve. En este sentido, las “palabras clave” serían condenado y absuelto.
La Ley del Tribunal del Jurado (que así se llama), introduce sin embargo una terminología, hasta cierto punto, novedosa. En este tipo de procesos, y pese a que un juez dicta (escribe, formaliza, construye) la sentencia correspondiente, es el jurado popular el que decide previamente tanto si los hechos objeto del juicio han sido o no suficientemente probados, como si queda demostrada en ellos la participación y responsabilidad de los acusados. De hecho, el veredicto del jurado sólo responde a esas dos cuestiones: el magistrado-juez les presenta un escrito lleno de preguntas (lo que se denomina objeto del veredicto) y los jurados se limitan a considerar probados o no probados los diversos acontecimientos narrados en la descripción de los hechos, y a considerar culpable o no culpable de los hechos probados a la persona enjuiciada. En base a ese veredicto, el juez dicta la consiguiente sentencia, que será condenatoria si los jurados han encontrado culpable al acusado, o absolutoria, si el jurado le ha encontrado no culpable.
En las películas dobladas se utiliza inocente como traducción de not guilty, cuando, como hemos visto y pese a significar lo mismo, la realidad es que dicha expresión resulta caprichosamente ajena a nuestra tradición jurídica.
Aunque siempre hay francotiradores, más o menos errados...
miércoles, 18 de enero de 2012
sentencia por la muerte y desaparición de Marta del Castillo
La reciente sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla sobre el llamado “caso Marta del Castillo” ha generado, como no podía ser de otra manera en un supuesto tan grave y mediático, unas reacciones tan diversas y vehementes, favorables unas y muy críticas otras, que vienen a demostrar la altísima complejidad del asunto y la riqueza de perspectivas desde las que puede ser valorado.
Aunque, según parece, el fallo va a ser recurrido y, por lo tanto, aún no es firme, cabe que hagamos ahora unas mínimas reflexiones que nos ayuden a comprender la sentencia y a identificar los condicionantes y el contenido de la misma.
Lo primero que deberíamos tener en cuenta es que hay cuestiones materiales que no pueden ser resueltas por el Derecho y que obedecen exclusivamente a la casualidad y/o a la (mala) suerte. ¿Por qué ha sido ésta la víctima y no otra?, ¿cómo es posible que no aparezca el cuerpo del delito?, ¿cómo puede ser que no haya testigos que vieran lo ocurrido?, ¿por qué no quedó ningún resto biológico en las inmediaciones que pudiera ayudar a descubrir a los culpables?, ¿cómo pueden las personas implicadas decir cosas tan distintas, contradictorias e incompatibles, que conviertan en inverosímiles sus propios testimonios? Estas y otras cuestiones similares no tienen respuesta jurídica, y el Derecho no las puede resolver. Pueden hacerse escorzos racionales imposibles para tratar de ver vestigios, testigos y evidencias donde no las hay, pero estos esfuerzos, por inútiles, estarían, y están abocados, al fracaso, a la frustración y a la desesperanza.
También deberíamos reparar en que el camino de la justicia penal que finaliza con una sentencia cuenta con elementos tan imprescindibles y condicionantes para una posible condena o absolución de los implicados como puedan serlo las propias normas materiales y procesales aplicables al caso. Así, una mala investigación policial puede contaminar, obviar o perder pruebas que inicial y realmente existieran; una mala instrucción judicial, o una equivocada o indolente participación de los representantes de las partes implicadas, puede desviar, ralentizar o impedir el normal desarrollo del proceso, de forma que testigos e imputados pierdan frescura y veracidad, pre-constituyan pruebas o encuentren ficticias y sólidas coartadas en las que parapetarse; el Ministerio fiscal puede hacer nacer en la opinión pública, con escasos argumentos y débiles elementos inculpatorios, la idea de una severa y segura condena cuya (lógicamente) final inexistencia frustre las legítimas expectativas creadas en víctimas y ciudadanos; y una mala gestión del proceso, en fin, o de las normas que lo regulan, o de la manera de interpretar las leyes que deban ser aplicadas (procesales o materiales) pueden dar lugar a una lamentable y criticable (que no reprobable) resolución final del caso. Esta visión global y, al mismo tiempo, individualizada del proceso, resulta imprescindible para poder identificar errores, poder corregirlos y, si fuera menester, también pedir responsabilidades, del tipo que fueren, de forma que no cargáramos pesos y culpas sobre los agentes equivocados.
Por último, no hay que temer tampoco analizar jurídicamente el fallo, y reflexionar sobre lo acertado o no del mismo, de acuerdo con la metodología jurídica, los principios del Derecho y las reglas de interpretación de las leyes, en general, así como la valoración de las pruebas existentes y la propia lógica interna de la sentencia, en particular. En este sentido, desde una lectura urgente, debe valorarse muy positivamente la apuesta descarnada y apriorística de la sentencia por la presunción de inocencia, confirmándola no sólo como derecho fundamental de los imputados sino también como principio legitimador e irrenunciable de nuestro Estado de Derecho; aunque por su inusual subrayado llame la atención, no está de más recordar -y más en un supuesto que se enjuicia la muerte de una persona cuyo cuerpo aún no ha aparecido- que una sentencia debe basarse en pruebas constitucionalmente válidas y materialmente suficientes, más allá de presunciones morales, convicciones subjetivas -más o menos bienintencionadas-, e inciertas sospechas. Y lo mismo debe decirse del estilo didáctico y voluntariamente clarificador utilizado por los magistrados a lo largo de toda la resolución: no se escatiman razones, justificaciones ni motivos (aunque a veces puedan resultar discutibles o innecesariamente meticulosos) que expliquen cada una de las conclusiones a las que lógica y sistemáticamente se llega. Menos convincente resulta, sin embargo, cierta confusión no explícita entre el referido principio de “presunción de inocencia” y el “in dubio pro reo”, que el ponente parece confundir o mezclar al, exasperando inadecuadamente el significado del primero, desechar las acusaciones sobre tres de los imputados (Samuel, Francisco y María) y las pruebas que pudieran implicarles (porque por auténticas pruebas hay que entender, entre otras y de acuerdo con los arts. 688 y ss. de la LECrim., sus confesiones y testimonios). Esta carencia de verosimilitud y convencimiento no se predica, sin embargo, respecto de las pruebas que pudieran implicar al autor material de los hechos (Miguel): con cierta audacia no exenta de valentía, se presume la veracidad de uno (o parte de alguno) de sus testimonios -únicamente corroborado por genéricos vestigios biológicos- que, consecuentemente, es elevado a la categoría de prueba de cargo. En este mismo sentido, la apreciación como asesinato, y no como homicidio doloso o imprudente, de la acción criminal de Miguel, sustentada en una discutible interpretación de la compatibilidad entre la alevosía (como circunstancia modificativa de la responsabilidad) y el dolo eventual (como elemento subjetivo del tipo) merece, al menos, la calificación de poco pacífica, y hace dudar de su sostenibilidad (aunque sea también por falta de pruebas) en vía casacional.
Menos protagonismo, aunque similar importancia, tienen otras decisiones contenidas en el fallo, como las relativas a la posible apreciación de un delito contra la integridad moral (rápidamente descartada), o la referencia a la posible comisión de un delito de lesiones psíquicas a los familiares de Marta (inexplicablemente no propuesto por el tribunal juzgador, de acuerdo con la lógica interna de la sentencia, vía art. 733 LECrim). Por otra parte, de muy acertada debe calificarse sin embargo la ausencia de imputación al condenado de los gastos generados como consecuencia de la investigación, que, lógicamente, nunca podrían ser incluidos en la responsabilidad civil derivada del delito (en contra, curiosamente, de lo que hace la sentencia del Magistrado-Juez de Menores de Sevilla, de 24/2/11, en el procedimiento seguido contra “El Cuco” por su implicación también en el “caso Marta del Castillo”).
Estos deberían ser, pues, los pasos a seguir. Otras consideraciones, motivadas por este suceso pero ajenas a la resolución concreta del mismo, pueden realizarse y deben admitirse, pero no como juicios críticos a la Sentencia. A este respecto, muy interesantes (y, por lo demás, absolutamente cuestionables) resultan, desde un punto de vista de lege ferenda, las propuestas materiales sobre el aumento de la pena para los delitos de asesinato, o la creación de tipos cualificados de homicidio en función de que se haya forzado la desaparición o no del cadáver. O las demandas, algo exageradas, de endurecimiento punitivo de las medidas aplicables a los menores, o a los encubridores o cómplices de estos u otros delitos. Igualmente, resultan constructivas las reflexiones, de naturaleza procesal, sobre la compatibilidad y conveniencia de simultanear las jurisdicciones penales para menores y adultos que -y eso sí parece evidente-, cuando enjuician la participación de ambos en un mismo supuesto, pueden crear cierta inseguridad y apariencia de arbitrariedad.
Esperemos que la futura Sentencia que dicte el Tribunal Supremo resolviendo los recursos presentados frente a esta resolución aproveche la ocasión para clarificar los problemas y las incógnitas jurídicas que este fallo ha generado. Para los profesionales del derecho será una satisfacción, y para los ciudadanos, en general, una buena oportunidad de explicar el cómo, cuándo y porqué de las penas y las sanciones. Ahora bien, para las víctimas, directas o indirectas de estos repugnantes hechos, las resoluciones de los tribunales poco o muy poco significarán. La ausencia de una política criminal comprometida con ellas, y la inexistencia casi total de una victimología activa, cooperarán a aumentar la sensación de abandono y soledad en la que actualmente se encuentran. Nada podrá resucitar a Marta del Castillo y, a la vista de los acontecimientos, quizá tampoco nada pudo haber evitado su desaparición. Explicar esto a sus familiares, acompañarles en el dolor, hacerles partícipes de todo el proceso e incluso identificarlos también como protagonistas, es parte del trabajo que, esta vez sí, debería resultar prioritario y necesario para nuestros recientemente elegidos gobernantes.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
chat sobre el caso "Marta del Castillo"
Es dificil reflexionar sobre un tema como el que subyace en el caso "Marta del Castillo". La actualidad del proceso, así como el respeto que merece su memoria y la dignidad de sus padres y familiares, hacen muy complicado tratar con asepsia y objetividad científica las interesantes cuestiones penales y procesales que el supuesto plantea.
Quiero dar las gracias a Esmeralda, María Teresa, Jonatan, Javier, Montse, Laura, Borja, Ángel y, en general, a todos los alumnos que habéis mandado preguntas, sugerencias e interrogantes. Hemos tenido poco tiempo para contestar... y un exceso de cuestiones para resolver. Las resoluciones judiciales que hasta ahora han recaído sobre el tema dan buena cuenta de la complejidad y extensión de los problemas que subyacen en el caso.
Quiero dar las gracias a Esmeralda, María Teresa, Jonatan, Javier, Montse, Laura, Borja, Ángel y, en general, a todos los alumnos que habéis mandado preguntas, sugerencias e interrogantes. Hemos tenido poco tiempo para contestar... y un exceso de cuestiones para resolver. Las resoluciones judiciales que hasta ahora han recaído sobre el tema dan buena cuenta de la complejidad y extensión de los problemas que subyacen en el caso.
Buenas tardes, ¿qué consecuencias tendría para el caso que no apareciera el cuerpo de Marta del Castillo?, ¿se puede condenar a Miguel Carcaño aunque el cuerpo de Marta no haya aparecido?
Sí se puede, siempre y cuando el resto de pruebas (normalmente indiciarias) tengan la suficiente entidad, valor y contundencia para sustentar la condena. Ahora bien, deben ser pruebas indiciarias suficientemente acreditadas (por lo visto, en este caso se trata de las diversas declaraciones prestadas por co-imputados y testigos, y de los restos biológicos encontrados en distintos puntos), concordantes ente sí, y que no entren en contradicción. En cualquier caso, no bastan las meras sospechas ni las conjeturas más o menos audaces.
Sí se puede, siempre y cuando el resto de pruebas (normalmente indiciarias) tengan la suficiente entidad, valor y contundencia para sustentar la condena. Ahora bien, deben ser pruebas indiciarias suficientemente acreditadas (por lo visto, en este caso se trata de las diversas declaraciones prestadas por co-imputados y testigos, y de los restos biológicos encontrados en distintos puntos), concordantes ente sí, y que no entren en contradicción. En cualquier caso, no bastan las meras sospechas ni las conjeturas más o menos audaces.
He oído en la televisión que aunque se declare una cosa a la policía y en el juicio se niegue o se cambie por otra, no pasa nada. Tal vez acusar de falso testimonio. ¿Es así?
Una cosa es lo que pueda declarar una persona como testigo (que tiene la obligación de ser cierto -458 del Código penal-), y otra distinta la que pueda declarar un imputado o acusado (al que se le reconoce el derecho de no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable -art. 24.2 de la Constitución-, y, por lo tanto, también a mentir, a cambiar su declaración cuantas veces quiera, o a no decir absolutamente nada).
Una cosa es lo que pueda declarar una persona como testigo (que tiene la obligación de ser cierto -458 del Código penal-), y otra distinta la que pueda declarar un imputado o acusado (al que se le reconoce el derecho de no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable -art. 24.2 de la Constitución-, y, por lo tanto, también a mentir, a cambiar su declaración cuantas veces quiera, o a no decir absolutamente nada).
¿Qué ocurre con ese coste que supuso la búsqueda de Marta por el río y el basurero?, ¿la policía se pone a buscar el cuerpo en todos los lugares donde se le dice –por ejemplo, si ahora dicen que la tiraron a la Ría de Arosa-? Y si es mentira, como parece ser, ¿no hay forma de que se hagan cargo de parte de ese coste los que los mandan ahí a buscar?
Yo me haría la reflexión al contrario (y, además, siguiendo parte de lo que usted ha dicho): ¿La policía “se pone a buscar” el cuerpo en todos los lugares donde se le dice que puede estar?, ¿no se realiza algún tipo de filtro para evitar gastos y acciones inútiles?, ¿no debería ser entonces la policía, o las personas que así lo decidieron, los que sufragaran de su propio bolsillo una búsqueda improvisada, innecesaria o equivocada? Además, el lugar indicado puede ser cierto y, sin embargo, por razones temporales, ambientales o de falta de diligencia, la búsqueda ha podido resultar infructuosa… No obstante, en este caso (al menos en lo que se refiere al Cuco), la reciente sentencia de octubre pasado de la Audiencia de Sevilla (en contra de lo que dispuso el juez de Menores en primera instancia), sí condena al Cuco y, subsidiariamente, a sus padres, al pago de los gastos generados por la búsqueda del cuerpo de Marta (lo que personalmente considero una contradicción con el reconocimiento constitucional a no declarar contra sí mismo)
Yo me haría la reflexión al contrario (y, además, siguiendo parte de lo que usted ha dicho): ¿La policía “se pone a buscar” el cuerpo en todos los lugares donde se le dice que puede estar?, ¿no se realiza algún tipo de filtro para evitar gastos y acciones inútiles?, ¿no debería ser entonces la policía, o las personas que así lo decidieron, los que sufragaran de su propio bolsillo una búsqueda improvisada, innecesaria o equivocada? Además, el lugar indicado puede ser cierto y, sin embargo, por razones temporales, ambientales o de falta de diligencia, la búsqueda ha podido resultar infructuosa… No obstante, en este caso (al menos en lo que se refiere al Cuco), la reciente sentencia de octubre pasado de la Audiencia de Sevilla (en contra de lo que dispuso el juez de Menores en primera instancia), sí condena al Cuco y, subsidiariamente, a sus padres, al pago de los gastos generados por la búsqueda del cuerpo de Marta (lo que personalmente considero una contradicción con el reconocimiento constitucional a no declarar contra sí mismo)
Buenas tardes, ¿la sentencia del cuco debe ser el punto de partida de la sentencia que pueda dictarse en este caso?
No necesariamente. El tribunal aprecia “según su conciencia” (art. 741 LECrim) las pruebas practicadas en el juicio y lo manifestado por las partes, acusados y testigos, y las conclusiones no tienen por qué coincidir con las que tomó el Juez de Menores. En puridad, podría encontrar culpables donde la anterior sentencia no los encontró.
No necesariamente. El tribunal aprecia “según su conciencia” (art. 741 LECrim) las pruebas practicadas en el juicio y lo manifestado por las partes, acusados y testigos, y las conclusiones no tienen por qué coincidir con las que tomó el Juez de Menores. En puridad, podría encontrar culpables donde la anterior sentencia no los encontró.
¿La legislación española protege económicamente a las víctimas o familiares de menores asesinados?, lo digo por la responsabilidad civil que le han impuesto al Cuco.
Tanto la Ley del Menor, que recoge una responsabilidad cuasi objetiva de los padres por los delitos cometidos por sus hijos menores, como la Ley de ayudas a las víctimas de delitos violentos, que se inspira en un discutible principio de solidaridad en cuanto a las consecuencias económicas del delito, cubren un espectro bastante amplio de protección, si bien lo hacen de forma un tanto asistemática y caprichosa. La vía idónea para ejecutar la responsabilidad civil impuesta al Cuco sería la facilitada por la Ley del Menor, agotando todas las posibilidades que a este respecto otorga el Código civil (embargos, apremios, etc.) para actuar frente a los responsables subsidiarios. Otra cosa es que, de facto, la carga procesal recaiga sobre las familias de las víctimas, y al no actuarse nunca de oficio con la diligencia y rigor necesarios, esas compensaciones no se acaben abonando nunca.
Tanto la Ley del Menor, que recoge una responsabilidad cuasi objetiva de los padres por los delitos cometidos por sus hijos menores, como la Ley de ayudas a las víctimas de delitos violentos, que se inspira en un discutible principio de solidaridad en cuanto a las consecuencias económicas del delito, cubren un espectro bastante amplio de protección, si bien lo hacen de forma un tanto asistemática y caprichosa. La vía idónea para ejecutar la responsabilidad civil impuesta al Cuco sería la facilitada por la Ley del Menor, agotando todas las posibilidades que a este respecto otorga el Código civil (embargos, apremios, etc.) para actuar frente a los responsables subsidiarios. Otra cosa es que, de facto, la carga procesal recaiga sobre las familias de las víctimas, y al no actuarse nunca de oficio con la diligencia y rigor necesarios, esas compensaciones no se acaben abonando nunca.
Si el hermano del Miguel Carcaño indujo a los demás a deshacerse del cuerpo de Marta… ¿no sería condenado también como autor del homicidio, de acuerdo con lo que dice el Código?
No. No hay que confundir el “delito encubierto” (en este caso, un homicidio y quizá una violación) con el “delito de encubrimiento” (que se contempla en el artículo 451 del Código penal, que es independiente, y que, en este caso, puede englobar, por ejemplo, comportamientos como el trasladando y ocultación del cuerpo, la limpieza y borrado de huellas y restos incriminatorios, la preconstitución de coartadas falsas…). Unos serían (o uno sería) autor de un delito de homicidio, y los otros serían autores de un delito de encubrimiento. Lo único que dispone el art. 28 del Código Penal es que si alguien indujo a los demás a encubrir (y él mismo no encubrió), será castigado con la misma pena que los autores del encubrimiento (es decir, será considerado también autor del encubrimiento), pero no del delito encubierto.
No. No hay que confundir el “delito encubierto” (en este caso, un homicidio y quizá una violación) con el “delito de encubrimiento” (que se contempla en el artículo 451 del Código penal, que es independiente, y que, en este caso, puede englobar, por ejemplo, comportamientos como el trasladando y ocultación del cuerpo, la limpieza y borrado de huellas y restos incriminatorios, la preconstitución de coartadas falsas…). Unos serían (o uno sería) autor de un delito de homicidio, y los otros serían autores de un delito de encubrimiento. Lo único que dispone el art. 28 del Código Penal es que si alguien indujo a los demás a encubrir (y él mismo no encubrió), será castigado con la misma pena que los autores del encubrimiento (es decir, será considerado también autor del encubrimiento), pero no del delito encubierto.
¿Hasta qué punto son significativas en el procedimiento las declaraciones del taxista?; ¿por qué se ha permitido que declare a estas alturas del juicio?
La admisión por parte del Tribunal de las declaraciones del taxista, sin haber sido propuestas en los escritos de calificación del fiscal ni de las acusaciones, ha supuesto un hecho realmente extraordinario (de hecho, la excepción que contempla el artículo 729 de la LECrim para la práctica de diligencias de prueba no propuestas y sobrevenidas parece referirse más bien a la práctica de pruebas cuya necesidad nazca de la práctica de los debates del juicio, no a diligencias nuevas, antes descartadas o desconocidas). No obstante, siempre que no se perjudiquen los derechos de las partes y se respeten los principios de contradicción y garantía del derecho de defensa, no hay razón incontestable para oponerse. En este caso, una vez practicada, su eficacia será la que el juzgador desee darle, teniendo en cuenta su grado de credibilidad y su capacidad de corroboración de otros indicios (o, como ocurre ahora, su capacidad para hacer dudar al Tribunal, cuando menos, del testimonio en el que basaba su coartada el hermano de Miguel Carcaño). No oobstante, la excusa absolutoria del art. 454 CP será una baza imporante para la defensa.
La admisión por parte del Tribunal de las declaraciones del taxista, sin haber sido propuestas en los escritos de calificación del fiscal ni de las acusaciones, ha supuesto un hecho realmente extraordinario (de hecho, la excepción que contempla el artículo 729 de la LECrim para la práctica de diligencias de prueba no propuestas y sobrevenidas parece referirse más bien a la práctica de pruebas cuya necesidad nazca de la práctica de los debates del juicio, no a diligencias nuevas, antes descartadas o desconocidas). No obstante, siempre que no se perjudiquen los derechos de las partes y se respeten los principios de contradicción y garantía del derecho de defensa, no hay razón incontestable para oponerse. En este caso, una vez practicada, su eficacia será la que el juzgador desee darle, teniendo en cuenta su grado de credibilidad y su capacidad de corroboración de otros indicios (o, como ocurre ahora, su capacidad para hacer dudar al Tribunal, cuando menos, del testimonio en el que basaba su coartada el hermano de Miguel Carcaño). No oobstante, la excusa absolutoria del art. 454 CP será una baza imporante para la defensa.
¿Considera un error que no se decretara una detención incomunicada de los implicados?
Toda persona tiene derecho a la libertad, tal y como dispone de un modo un tanto genérico el artículo 17 de la Constitución, y, más allá de futuras condenas que impliquen y justifiquen la pena de prisión, cualquier lesión de esa libertad (valor superior, por lo demás, de nuestro ordenamiento jurídico) debe estar presidida por los principios de excepcionalidad y extrema necesidad. El tiempo de detención policial y, en última instancia, también el tiempo de duración fijado para la prisión provisional, deben ser los mínimamente imprescindibles para no erosionar ese derecho fundamental. Evidentemente, esta opción legislativa tiene un coste (que quizá en este caso haya podido repercutir en la optimización de la investigación), pero siempre supondrá un beneficio favorecedor de la seguridad general y protector del individuo frente a posible abusos, prejuicios, etiquetamientos y venganzas.
Toda persona tiene derecho a la libertad, tal y como dispone de un modo un tanto genérico el artículo 17 de la Constitución, y, más allá de futuras condenas que impliquen y justifiquen la pena de prisión, cualquier lesión de esa libertad (valor superior, por lo demás, de nuestro ordenamiento jurídico) debe estar presidida por los principios de excepcionalidad y extrema necesidad. El tiempo de detención policial y, en última instancia, también el tiempo de duración fijado para la prisión provisional, deben ser los mínimamente imprescindibles para no erosionar ese derecho fundamental. Evidentemente, esta opción legislativa tiene un coste (que quizá en este caso haya podido repercutir en la optimización de la investigación), pero siempre supondrá un beneficio favorecedor de la seguridad general y protector del individuo frente a posible abusos, prejuicios, etiquetamientos y venganzas.
¿Hasta qué punto la fiscalía como organismo autónomo debe satisfacer las demandas de la familia sean cuales sean estas?
Hasta ningún punto. El ministerio Fiscal, de acuerdo al principio de legalidad, actúa únicamente con sujeción a la Constitución, a las leyes y a las demás normas que integran el ordenamiento jurídico vigente, y, por el principio de imparcialidad, lo hace con plena objetividad e independencia, en defensa de los intereses que le estén encomendados, y autónomamente a las demandas de las demás partes personadas (en este caso, defensas, y acusaciones privadas y particulares)
Hasta ningún punto. El ministerio Fiscal, de acuerdo al principio de legalidad, actúa únicamente con sujeción a la Constitución, a las leyes y a las demás normas que integran el ordenamiento jurídico vigente, y, por el principio de imparcialidad, lo hace con plena objetividad e independencia, en defensa de los intereses que le estén encomendados, y autónomamente a las demandas de las demás partes personadas (en este caso, defensas, y acusaciones privadas y particulares)
¿Qué pasaría si Carcaño dijese ahora que cometió el crimen por un hecho pasional, ya que en el momento de cometer el hecho, estaba locamente enamorado de Marta, y temía a que le dejase?
Debería probarse. La confesión del imputado o procesado no es nada más que otra prueba de las muchas que pueden practicarse en el procedimiento. Y la credibilidad de la misma (en este caso, Miguel Carcaño ha realizado ya cuatro declaraciones distintas) dependería del momento de su realización y de su posible corroboración (es decir, de que esté avalada por algún hecho, dato o circunstancia externa). En cualquier caso, de las declaraciones efectuadas hasta el momento, parecería muy difícil mantener la existencia de cualquier circunstancia relacionada con el arrebato o la obcecación (nazcan estos de donde nazcan)
Debería probarse. La confesión del imputado o procesado no es nada más que otra prueba de las muchas que pueden practicarse en el procedimiento. Y la credibilidad de la misma (en este caso, Miguel Carcaño ha realizado ya cuatro declaraciones distintas) dependería del momento de su realización y de su posible corroboración (es decir, de que esté avalada por algún hecho, dato o circunstancia externa). En cualquier caso, de las declaraciones efectuadas hasta el momento, parecería muy difícil mantener la existencia de cualquier circunstancia relacionada con el arrebato o la obcecación (nazcan estos de donde nazcan)
¿Qué puede cambiar respecto a las autorías de los hechos que el hermano de Carcaño, estuviera antes en casa?
Lo que puede deducirse del escrito de acusación del fiscal y de las partes es que debe probarse la presencia del hermano de Miguel Carcaño en el piso de autos (que expresión más decimonónica, por cierto) desde instantes casi inmediatos a la comisión de los hechos delictivos, de forma que se pueda sostener la acusación (y futura condena) por el delito de encubrimiento. El hermano basa su defensa en negar su presencia en el piso y, por lo tanto, imposibilitar así una condena por dicho delito (art. 451. 2º y 3º), así como en la excusa absolutoria del 454.
Lo que puede deducirse del escrito de acusación del fiscal y de las partes es que debe probarse la presencia del hermano de Miguel Carcaño en el piso de autos (que expresión más decimonónica, por cierto) desde instantes casi inmediatos a la comisión de los hechos delictivos, de forma que se pueda sostener la acusación (y futura condena) por el delito de encubrimiento. El hermano basa su defensa en negar su presencia en el piso y, por lo tanto, imposibilitar así una condena por dicho delito (art. 451. 2º y 3º), así como en la excusa absolutoria del 454.
viernes, 21 de octubre de 2011
Ec 3, 1-8
Dice mi admirado amigo Juan Manuel que debemos ser cautos, dejar a los políticos ser políticos y no olvidar andar con pies de plomo.
Pues yo digo que es tiempo de alegría y de celebración, que se permite respirar hondo y mirar al horizonte, que se autoriza a levantarse de la cama, soltar el gatillo y abandonar la habitación por un momento, y que está prohibido terminantemente, o más bien se aconseja, no pensar en el día después.
Los colmillos retorcidos de los que aprendieron la lección, y las mentes lúcidas y serenas de los desilusionados y los escépticos deben abandonarse justo a la entrada.
Todo tiene su momento, y todo cuanto se hace bajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo de danzar; tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas; tiempo de abrazarse y tiempo de separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra y tiempo de paz.
El comunicado de Eta olvida muchas cosas, da por sentado otras y recalca algunas que ni son ni podrán ser jamás.
Pero eso lo veremos mañana, justo después de la fiesta. A su debido tiempo.
miércoles, 19 de octubre de 2011
¿quién puede defender a un asesino?
Me gusta entender el derecho a la defensa que reconoce nuestra Constitución (arts. 17.3 y 24.2) no como una aséptica y genérica garantía de naturaleza procesal, relacionada directamente con la necesaria protección del ciudadano frente a posibles e indeseables abusos de poder (asegurando, por ejemplo, que nadie será detenido sin razón aparente, que a nadie se le tomará declaración lesionando su dignidad, o que a nadie se le aplicarán otras medidas que las legalmente establecidas al efecto), sino como la consecuencia inevitable de la imperativa aplicación de un sistema normalizado de violencia, formal y rígido, meticulosamente fundamentado pero muchas veces inútil y desproporcionado, ante el que el ciudadano se presenta siempre desnudo, desarmado, asustado y solo.
Frente a la violencia instintiva, indomable, indeseada e injusta (que es la que habitualmente ejerce el delincuente), se presenta una violencia sensata, reflexiva, querida y justa, que es la del Estado.
Y es en esta aparente paradoja donde cobra todo su sentido el derecho a defensa. Frente a un gigantesco aparato de justicia y represión, mecanizado, normalizado e inflexible, plagado de agentes (policías, fiscales, jueces, magistrados), y lleno de tecnicismos, presupuestos, excepciones y plazos, el detenido, el procesado, necesita un intérprete, un parapeto donde esconderse o un báculo donde apoyarse, no sólo para saber navegar en lo que empezó siendo una forma de impartir justicia y ha terminado convirtiéndose en una inabarcable y a veces incomprensible amalgama de formalismos, sino también para tener la oportunidad de poder justificar, explicar, hacernos comprender, o hacernos dudar, de si la violencia que ejerció tuvo su sentido, fue tan intensa o tan obscena, pudo ser o no consecuencia más o menos inevitable de mil y un factores desencadenantes, o existió incluso.
Otras formas de ejercitar el derecho a defensa, ajenas a su fundamento y a su sentido, son también habituales, aunque nada tengan que ver con su origen y su justificación. Utilizar torticeramente la ley, o sus lagunas o imperfecciones, para beneficio del delincuente y no para su castigo, o aprovechar los recovecos oscuros de las normas para humillar a las víctimas y no para satisfacerlas, es el coste que la sociedad está dispuesta a pagar en pos de salvaguardar el auténtico derecho a defensa, base y pilar de nuestro sistema de justicia.
También hay asesores fiscales, y hábiles leguleyos, que presumen de ayudar a pagar menos impuestos, o a libarse de hacer frente a las multas de tráfico, y no por ello les acusamos de indecentes o inmorales, ni ponemos en duda nuestro imprescindible sistema impositivo, ni renegamos de la necesaria contribución individual, justa y solidaria, a los gastos generales de la comunidad.
Frente a la violencia instintiva, indomable, indeseada e injusta (que es la que habitualmente ejerce el delincuente), se presenta una violencia sensata, reflexiva, querida y justa, que es la del Estado.
Y es en esta aparente paradoja donde cobra todo su sentido el derecho a defensa. Frente a un gigantesco aparato de justicia y represión, mecanizado, normalizado e inflexible, plagado de agentes (policías, fiscales, jueces, magistrados), y lleno de tecnicismos, presupuestos, excepciones y plazos, el detenido, el procesado, necesita un intérprete, un parapeto donde esconderse o un báculo donde apoyarse, no sólo para saber navegar en lo que empezó siendo una forma de impartir justicia y ha terminado convirtiéndose en una inabarcable y a veces incomprensible amalgama de formalismos, sino también para tener la oportunidad de poder justificar, explicar, hacernos comprender, o hacernos dudar, de si la violencia que ejerció tuvo su sentido, fue tan intensa o tan obscena, pudo ser o no consecuencia más o menos inevitable de mil y un factores desencadenantes, o existió incluso.
Otras formas de ejercitar el derecho a defensa, ajenas a su fundamento y a su sentido, son también habituales, aunque nada tengan que ver con su origen y su justificación. Utilizar torticeramente la ley, o sus lagunas o imperfecciones, para beneficio del delincuente y no para su castigo, o aprovechar los recovecos oscuros de las normas para humillar a las víctimas y no para satisfacerlas, es el coste que la sociedad está dispuesta a pagar en pos de salvaguardar el auténtico derecho a defensa, base y pilar de nuestro sistema de justicia.
También hay asesores fiscales, y hábiles leguleyos, que presumen de ayudar a pagar menos impuestos, o a libarse de hacer frente a las multas de tráfico, y no por ello les acusamos de indecentes o inmorales, ni ponemos en duda nuestro imprescindible sistema impositivo, ni renegamos de la necesaria contribución individual, justa y solidaria, a los gastos generales de la comunidad.
martes, 18 de octubre de 2011
martes, 7 de junio de 2011
rumba & delincuencia
A fin de cuentas, se necesita bien poco para que el día trascurra sereno, pausado, tranquilo. En las afueras de la gran urbe hace buen tiempo y la vieja terraza del edificio está libre y vacía. Quizá no importe nada más, ni siquiera hacerlo bien. Las antenas de televisión de las casas bajas dibujan la línea del cielo de la felicidad. No hay pasado, no hay futuro; sólo presente. Esto es New York.
miércoles, 1 de junio de 2011
vete
Mucho dolofine, mucho polvo. Quizá también mucho caballo. El mantel de hule deja resbalar las lágrimas de rabia, pero no absorbe la tristeza. Ni el dolor. Ni las miradas perdidas. No recupera el dinero, ni devuelve el éxito. Mil duros para unas gafas nuevas y dos mil para una estancia corta y una gorra, pero poco más. Al final ya no se ve el talego, pero tampoco se vislumbra la luz. Sonreír... aunque duela, como dijo el clásico. Esta vez, la música -y la letra- parecen el testamento de un tahúr, el epitafio de un zombi. El alcohol y el tranxilium le han sentado bien a la canción. Las deudas se han olvidado y una ternura adolescente, casi infantil, invade el estudio. Quién lo iba a decir.
jueves, 26 de mayo de 2011
kit-kat
Una ideología refugiada hasta ahora en revistas absolutamente identificadas, que sobrevivía tímidamente entre banquetes reales, bautizos señoriales y mansiones de la Costa Azul, ha desembarcado insolente y segura de sí misma en una buena parte del panorama periodístico.
Yo Dona, suplemento semanal del diario El Mundo, ofrece un complejo precocinado de lujo clasista y burgués a toda aquella mujer que esté dispuesta a refugiarse en el universo consumista y ficticio que ocupa el noventa por ciento de sus páginas. Declaraciones de modistas advenedizos, direcciones inaccesibles e inmorales para bolsillos sin fondo, recetas impúdicas, tiendas absolutamente estrafalarias, propuestas degeneradas, compras imposibles… Un espejo mentiroso y falaz, que devuelve la imagen distorsionada de un maniquí de mujer artificial con piernas inabarcables, nos asegura que nada es imposible si contamos con tiempo y con el suficiente poder adquisitivo. Ya no se exige pureza de sangre, y los problemas de conciencia -si los hay- se solucionan con dos o tres frases ocurrentes de las columnistas de plantilla, o con un buen editorial, lo suficientemente vacío para amedrentar a los más despistados. Un viaje relámpago a Indonesia para reflexionar minuto y medio sobre las víctimas del Tsunami, o un reportaje plano y aséptico sobre las mujeres de Afganistán, servirán de coartada intelectual, si procede, frente a posibles inquisidores. Amén.
Yo Dona, suplemento semanal del diario El Mundo, ofrece un complejo precocinado de lujo clasista y burgués a toda aquella mujer que esté dispuesta a refugiarse en el universo consumista y ficticio que ocupa el noventa por ciento de sus páginas. Declaraciones de modistas advenedizos, direcciones inaccesibles e inmorales para bolsillos sin fondo, recetas impúdicas, tiendas absolutamente estrafalarias, propuestas degeneradas, compras imposibles… Un espejo mentiroso y falaz, que devuelve la imagen distorsionada de un maniquí de mujer artificial con piernas inabarcables, nos asegura que nada es imposible si contamos con tiempo y con el suficiente poder adquisitivo. Ya no se exige pureza de sangre, y los problemas de conciencia -si los hay- se solucionan con dos o tres frases ocurrentes de las columnistas de plantilla, o con un buen editorial, lo suficientemente vacío para amedrentar a los más despistados. Un viaje relámpago a Indonesia para reflexionar minuto y medio sobre las víctimas del Tsunami, o un reportaje plano y aséptico sobre las mujeres de Afganistán, servirán de coartada intelectual, si procede, frente a posibles inquisidores. Amén.
martes, 22 de marzo de 2011
guarrerías españolas
A propósito de la reciente Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, dedeclarando la improcedencia del despido de un trabajador que puso en peligro el sistema informático de la compañía cuando visitaba páginas porno desde el portátil de su empresa, se me ocurren las siguientes reflexiones en relación a las contradicciones legales y sociales que se ponen de manifiesto en la regulación de la materia:
- Que determinados vicios -entendiendo por tales los hábitos contrarios a la salud, la moral y las buenas costumbres, según algún criterio- sean perfectamente admitidos en el entorno laboral, mientras que la práctica de otros se considere una monstruosa falta. Y además, que la categorización de un vicio dentro de uno u otro grupo cambie con facilidad a lo largo del tiempo. ¿Por qué se puede tomar café y no alcohol en el trabajo? O, mejor dicho, ¿cuándo dejó de haber botellas de licor en el despacho de los directivos? Si uno se sale a fumar periódicamente a la calle (habiendo cambiado este hábito de grupo en los últimos años), ¿estaría bien visto que saliera cada tres horas a mantener relaciones sexuales, evitando así el impulso de visualizar material pornográfico en su pantalla?
- Que, puestos a despedir a un empleado, y considerando tal acción improcedente, la indemnización que deba hacer efectiva la compañía sea inversamente proporcional al grado de incumplimiento contractual por el que está pagando. Es decir, si un contrato tiene carácter indefinido, se entiende que debería durar hasta la jubilación del empleado. Si la empresa lo rompe a los pocos años de celebrarse -es decir, cuando aún le queda mucho tiempo para cumplirlo-, la indemnización será pequeña, mientras que si lo resuelve unilateralmente un par de años antes de la jubilación del trabajador, su castigo será enorme. Me pregunto si, de ser al revés, no se vería enormemente favorecida la estabilidad en el empleo, ya que las empresas habrían de estar muy seguras del despido de un trabajador veterano para sustituirlo por uno más joven, cuya posterior destitución resultaría mucho más costosa en caso de necesidad.
- Que la legislación relativa a los malos usos de la tecnología pretende con frecuencia proteger sistemas muy endebles con castigos muy severos. Por ejemplo, la violación de la correspondencia electrónica no presenta ninguna dificultad técnica y está al alcance de cualquier administrador de los sistemas por los que pasa el correo, sin que quede de ello huella alguna. Evitar tal violación sería técnicamente muy sencillo, ya que las técnicas de cifrado están universalmente difundidas y se encuentran a nuestro alcance en los equipos y programas informáticos que usamos de forma cotidiana. Sin embargo, se opta por no usarlos y buscar la protección en la normativa. Algo así como si permitiéramos a los ciudadanos salir armados a la calle pero penáramos severamente el uso de las armas. Esto supone una ventaja para los verdaderos "malos", para los delincuentes profesionales, que no encontrarán en la ley un motivo suficiente para dejar de cometer con impunidad un delito muy sencillo de ejecutar.
- Que, localizado un problema de seguridad, se pretenda atacar éste con medidas vicariantes; es decir, sustitutivas de las realmente eficaces. Si, pese a la legislación, el correo electrónico nos resulta poco seguro, añadimos a todos los mensajes coletillas en varios idiomas avisando de la confidencialidad del mismo. Si los trabajadores hacen un mal uso de Internet, extendemos su contrato para convertir tal mal uso en falta laboral. Y si los sistemas informáticos de las empresas no pueden superar las auditorías de seguridad, exigimos a todos los trabajadores que los usan la firma de una declaración colectiva, de ésas que jamás se leen, en la que afirman que comprenden su responsabilidad sobre tan endebles medios.
En suma, que el empleado que utilizaba el ordenador corporativo para ver fotos guarras no sólo es un indecente, sino que debería pasarse al café (cuyo derramamiento sobre los teclados causa probablemente más accidentes en los equipos ofimáticos que los virus), podrá ser despedido con facilidad únicamente si lleva poco tiempo en la empresa, habrá incurrido con facilidad en terribles delitos... y seguramente tendrá firmado un anexo a su contrato por el que, de darse tales presupuestos, se convertirá inmediatamente en rana. Y todo ello, por salido y desleal.
- Que determinados vicios -entendiendo por tales los hábitos contrarios a la salud, la moral y las buenas costumbres, según algún criterio- sean perfectamente admitidos en el entorno laboral, mientras que la práctica de otros se considere una monstruosa falta. Y además, que la categorización de un vicio dentro de uno u otro grupo cambie con facilidad a lo largo del tiempo. ¿Por qué se puede tomar café y no alcohol en el trabajo? O, mejor dicho, ¿cuándo dejó de haber botellas de licor en el despacho de los directivos? Si uno se sale a fumar periódicamente a la calle (habiendo cambiado este hábito de grupo en los últimos años), ¿estaría bien visto que saliera cada tres horas a mantener relaciones sexuales, evitando así el impulso de visualizar material pornográfico en su pantalla?
- Que, puestos a despedir a un empleado, y considerando tal acción improcedente, la indemnización que deba hacer efectiva la compañía sea inversamente proporcional al grado de incumplimiento contractual por el que está pagando. Es decir, si un contrato tiene carácter indefinido, se entiende que debería durar hasta la jubilación del empleado. Si la empresa lo rompe a los pocos años de celebrarse -es decir, cuando aún le queda mucho tiempo para cumplirlo-, la indemnización será pequeña, mientras que si lo resuelve unilateralmente un par de años antes de la jubilación del trabajador, su castigo será enorme. Me pregunto si, de ser al revés, no se vería enormemente favorecida la estabilidad en el empleo, ya que las empresas habrían de estar muy seguras del despido de un trabajador veterano para sustituirlo por uno más joven, cuya posterior destitución resultaría mucho más costosa en caso de necesidad.
- Que la legislación relativa a los malos usos de la tecnología pretende con frecuencia proteger sistemas muy endebles con castigos muy severos. Por ejemplo, la violación de la correspondencia electrónica no presenta ninguna dificultad técnica y está al alcance de cualquier administrador de los sistemas por los que pasa el correo, sin que quede de ello huella alguna. Evitar tal violación sería técnicamente muy sencillo, ya que las técnicas de cifrado están universalmente difundidas y se encuentran a nuestro alcance en los equipos y programas informáticos que usamos de forma cotidiana. Sin embargo, se opta por no usarlos y buscar la protección en la normativa. Algo así como si permitiéramos a los ciudadanos salir armados a la calle pero penáramos severamente el uso de las armas. Esto supone una ventaja para los verdaderos "malos", para los delincuentes profesionales, que no encontrarán en la ley un motivo suficiente para dejar de cometer con impunidad un delito muy sencillo de ejecutar.
- Que, localizado un problema de seguridad, se pretenda atacar éste con medidas vicariantes; es decir, sustitutivas de las realmente eficaces. Si, pese a la legislación, el correo electrónico nos resulta poco seguro, añadimos a todos los mensajes coletillas en varios idiomas avisando de la confidencialidad del mismo. Si los trabajadores hacen un mal uso de Internet, extendemos su contrato para convertir tal mal uso en falta laboral. Y si los sistemas informáticos de las empresas no pueden superar las auditorías de seguridad, exigimos a todos los trabajadores que los usan la firma de una declaración colectiva, de ésas que jamás se leen, en la que afirman que comprenden su responsabilidad sobre tan endebles medios.
En suma, que el empleado que utilizaba el ordenador corporativo para ver fotos guarras no sólo es un indecente, sino que debería pasarse al café (cuyo derramamiento sobre los teclados causa probablemente más accidentes en los equipos ofimáticos que los virus), podrá ser despedido con facilidad únicamente si lleva poco tiempo en la empresa, habrá incurrido con facilidad en terribles delitos... y seguramente tendrá firmado un anexo a su contrato por el que, de darse tales presupuestos, se convertirá inmediatamente en rana. Y todo ello, por salido y desleal.
martes, 8 de marzo de 2011
grupo salvaje
Pablo es un tipo legal, un hombre bueno. Con demasiados principios para lo que se estila en el planeta, y, por lo tanto, especie en vías de extinción. Es el primero por la izquierda, pese a todo, y el más inteligentemente oscuro, pese a la luz. Idoia no es Gemma. Al contrario, están juntas pero separadas por doce mil inquietudes y veinte millones de convicciones. Idoia está con los pies en el suelo y, aunque se agarra al código, está pendiente de su porvenir. Gemma, a lo suyo, es tan inocente como su voz, y tan culpable, si me lo permiten, como su conciencia. A veces no sabe, ni está ni se la espera, pero siempre responde. Delia no quiere hacer ruido, se avergüenza de tanta reflexión negativa y pesimista, y se queda fuera por no tocar la puerta. Pero es lista y por eso seguirá adelante... si es que se arriesga por fin a definir una meta. David, a mi lado, pasaba por aquí. Dice que está, y sin embargo vive lejos, en otro país, en otra dimensión quizá. No tiene tantos años como le gustaría, pero si le pillan, se entrega; no va a morir por una nimiedad ni a manos de un tonto. Ana es Isabel y mil nombres más que nunca recuerdo, y se muerde la lengua por tener que ceder ante los inofensivos estereotipos. De vez en cuando se hace corpórea, decide volver a una imposible normalidad y, como quien no quiere la cosa, se sienta sencillamente a tu lado, y consigue insuflar ánimos para seguir. Al menos, para que yo siga siendo profesor. Encarna se ríe, pero la cosa no le hace ni pizca de gracia. Un día la llevé a una autopsia, o a un juicio, y es a esa joven tímida, educada y dispuesta, a la que siempre vi en clase. O en las revisiones. O en las demandas. Creo que sabe quién es, y eso asusta y le asusta. Samuel, finalmente, no se calla nada y por eso desconcierta. Como esta temporada se llevan los tonos pastel, choca un alumno crítico, que no considere al personal ni más rápido, ni más alto, ni más fuerte. No es prepotente, quizá iconoclasta, y siempre buen jugador. Admite la derrota, pero vomita ante la estafa. Y eso no es malo.
Casi todos ellos aprobaron la parte especial de Derecho penal. Yo, sin embargo, me quedo un año más. Enhorabuena.
miércoles, 2 de marzo de 2011
lunes, 28 de febrero de 2011
nothing works?
Que el proceso penal está anticuado, que resulta largo e ineficaz, y que se encuentra absolutamente desbordado por formalismos anacrónicos y vacíos, es algo que cualquiera que haya tenido la desgracia de ventilar asuntos jurídicos en un juzgado habrá podido comprobar.
Y no sólo me refiero a la ineficiencia en el reparto de tareas o a la falta de modernas herramientas de trabajo (hechos que la reciente implantación de la Oficina Judicial ha servido para corregir), sino en la propia esencia de la cosa, en lo alejado que nuestro aparato de justicia está de la sociedad, y en lo absurdo que resultan, pese a la encomiable labor de muchos jueces y magistrados, gran parte de sus postulados.
La contundente magnificencia de la sala del juzgado, la sobrecogedora e inquietante presencia del juez, y la irresistible autoridad de las fuerzas de seguridad ya no son tales. Ya no sirven. Ya no funcionan. Los hechos ya no se discuten en sede judicial, y los protagonistas no se ven amedrentados ni por el aparato penal ni por su aparatosidad.
Y viene todo esto a cuenta de las recientes declaraciones que una de las personas procesadas en el turbio y desgraciado ”asunto Mari Luz” ha realizado a una televisión privada.
La persona en cuestión, esposa del procesado, desdiciéndose de todas sus declaraciones ante la policía, ante el juez instructor y ante el magistrado juzgador y el jurado popular, ha preferido decirle la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad a Ana Rosa Quintana. En televisión. En un programa matinal de entretenimiento, y rota por la amenazante y poderosa maquinaria digital y periodística que le perseguía y atosigaba. El proceso penal le venía grande, le era ajeno. Se la refanfinflaba, vamos. Pero la contundencia de Ana Rosa y sus ayudantes pudo con su entereza y su trabajada coartada.
Pienso ahora también en el caso de Marta del Castillo, y en la insolente rueda de dichos y desmentidos que sus protagonistas están realizando ante autoridades y agentes judiciales varios. Y en la actitud chulesca y desafiante mantenida por muchos delincuentes y pistoleros ante los magistrados encargados de juzgarlos y frente a los familiares de las víctimas a las que asesinaron o torturaron...
Esto, definitivamente, no funciona. Esto ya no sirve. Y no se trata de cargarse el garantismo de nuestros procesos ni en abrir la mano a comportamientos indignos e ilegales de nuestras fuerzas del orden (que, haberlos, haylos); se trata de ponerse al día, de actualizar nuestros procedimientos coactivos e intimidatorios, y de acercar la administración de justicia a la mediática, incontrolada y desmotivada realidad del ciudadano de nuestros días.
Y no sólo me refiero a la ineficiencia en el reparto de tareas o a la falta de modernas herramientas de trabajo (hechos que la reciente implantación de la Oficina Judicial ha servido para corregir), sino en la propia esencia de la cosa, en lo alejado que nuestro aparato de justicia está de la sociedad, y en lo absurdo que resultan, pese a la encomiable labor de muchos jueces y magistrados, gran parte de sus postulados.
La contundente magnificencia de la sala del juzgado, la sobrecogedora e inquietante presencia del juez, y la irresistible autoridad de las fuerzas de seguridad ya no son tales. Ya no sirven. Ya no funcionan. Los hechos ya no se discuten en sede judicial, y los protagonistas no se ven amedrentados ni por el aparato penal ni por su aparatosidad.
Y viene todo esto a cuenta de las recientes declaraciones que una de las personas procesadas en el turbio y desgraciado ”asunto Mari Luz” ha realizado a una televisión privada.
La persona en cuestión, esposa del procesado, desdiciéndose de todas sus declaraciones ante la policía, ante el juez instructor y ante el magistrado juzgador y el jurado popular, ha preferido decirle la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad a Ana Rosa Quintana. En televisión. En un programa matinal de entretenimiento, y rota por la amenazante y poderosa maquinaria digital y periodística que le perseguía y atosigaba. El proceso penal le venía grande, le era ajeno. Se la refanfinflaba, vamos. Pero la contundencia de Ana Rosa y sus ayudantes pudo con su entereza y su trabajada coartada.
Pienso ahora también en el caso de Marta del Castillo, y en la insolente rueda de dichos y desmentidos que sus protagonistas están realizando ante autoridades y agentes judiciales varios. Y en la actitud chulesca y desafiante mantenida por muchos delincuentes y pistoleros ante los magistrados encargados de juzgarlos y frente a los familiares de las víctimas a las que asesinaron o torturaron...
Esto, definitivamente, no funciona. Esto ya no sirve. Y no se trata de cargarse el garantismo de nuestros procesos ni en abrir la mano a comportamientos indignos e ilegales de nuestras fuerzas del orden (que, haberlos, haylos); se trata de ponerse al día, de actualizar nuestros procedimientos coactivos e intimidatorios, y de acercar la administración de justicia a la mediática, incontrolada y desmotivada realidad del ciudadano de nuestros días.
jueves, 13 de enero de 2011
los otros
A fin de cuentas, es de lo que se trata; de proteger el status quo. Hay cosas que asustan, sí, y, como dice el bueno de César Herrero, la ley natural vigila el fundamento y la legitimidad de todo. Pero el instinto de supervivencia prevalece. El del individuo y el de la tribu. No hay lugar para la comprensión, ni para el entendimiento, ni para la empatía. La tómbola repartió la suerte, y los desafortunados tienen que aguantarse, ser conscientes de con quién se juegan los cuartos y, en última instancia, tragar. Lo contrario, la rebeldía, la trasgresión, o incluso la duda, serán consideradas peligrosas, perniciosas y subversivas. Y sus protagonistas, reos de delito. Va a ser la única manera de campear esta maldita crisis económica y de valores. Definitivamente, todos a la cárcel.
domingo, 5 de diciembre de 2010
crimen y castigo
El personal va delinquiendo por ahí, tan panchamente, y nadie le dice nada. Unos abusan del Derecho a su antojo, parapetándose en un corporativismo agresivo, decimonónico y maloliente, que les hace invisibles a la Autoridad; otros trapichean con los dineros públicos, disfrazándose de políticos, o de comerciantes de la política, mientras la Justicia mira para otro lado; y los hay también que se habitúan tanto a la cosa criminal, que hasta los vigilantes de la Ley y el Orden hacen la vista gorda, o el dontancredo, para seguir cobrando o para no molestarse con lo aparentemente irremediable. Son buena gente, empresarios modélicos, funcionarios ejemplares, comerciantes abnegados, profesionales de éxito (tienen hasta oposición)… ciudadanos normales y corrientes que al hacer de ese aparentemente imperceptible comportamiento criminal su particular modus vivendi, se han olvidado de la naturaleza delictual de sus actos y han hecho que nuestros jueces, nuestros policías y nosotros mismos también nos olvidemos.
Desde el 24 de diciembre de 1964, fecha en que se aprobó la Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea, se castiga severamente -como reos de sedición- a "los empleados de aeropuertos que, en número suficiente para perturbar el servicio, abandonen colectivamente sus funciones en (…) el aeropuerto, en actitud de protesta o desobediencia coactiva (...)". Y desde hace décadas también, sabemos que si su actitud es continuada y persistente, pueden ser detenidos por las Fuerzas de Seguridad del Estado y puestos inmediatamente a disposición judicial.
¿Por qué, entonces, no se ha hecho nada hasta ahora, en los casos de abandono masivo y concertado de su puesto de trabajo por parte de los controladores aéreos? ¿No ha habido, quizá, dejación de funciones por parte de la Autoridad?, ¿o ha sido más bien prevaricación, por interés o por ignorancia?. ¿Por qué, aplicando también la Ley -aunque sea la común, que es el Código Penal, y que es la única que parece verdaderamente aplicable- no se hace con otros colectivos de delincuentes invisibles, otros estafadores transparentes, especializados bien en el menudeo con el dinero de los demás, bien en la maquinación para alterar el precio de las cosas, cuyo comportamiento criminal, egoísta y ambicioso, pede tener consecuencias, en millones de euros, infinitamente mayores que las que ahora se deberán ventilar?
Hoy es fácil preguntárselo, a toro pasado y con los aviones en el aire, pero ¿hacía falta declarar el Estado de Alarma para poner a esta gente en condiciones de cumplir la Ley?, ¿era necesario, incluso, el recurso al Derecho penal? Paradójicamente, cuando nuestro país goza de tasas de libertad y progreso nunca antes alcanzadas, parece que es cuando más nos reconfortan las actitudes ejemplarizantes, contundentes, violentas y militarizadas (por muy discutibles o controvertidas que sean), que se nos antojan las únicas capaces de satisfacer nuestros legítimos intereses. Y es que lo que realmente da miedo del Real Decreto 1673/2010 no es la pena por los delitos de sedición, desobediencia, u omisión de los deberes de ayuda a la navegación que -ahora, supuestamente, de naturaleza militar- puedan cometer los controladores aéreos; ni son las responsabilidades civiles o disciplinarias que puedan derivarse de sus incumplimientos lo que preocupa. Lo verdaderamente acongojante, lo que hiela la sangre a unos y entusiasma a otros, es que te pueda acabar deteniendo un militar. Que un par de Guardias Civiles, o un retén de soldados, llegue al chalet del interfecto, pregunten por él a su mucama, y lo detengan a punta de pistola delante de sus vecinos.
O quizá sea que todo es un cuento, que el Estado de Derecho no existe, que las vías legales tradicionales (denuncia, demanda, querella, juicio, pena, multa, sanción) no sirven para nada, que cada uno campa por sus respetos sin importarle normas jurídicas o éticas, y que, como decían nuestros abuelos, aquí solo se funciona a toque de corneta o a golpe de bastón.
Cadena perpetua revisable para todos, delincuentes y no delincuentes, ya.
Desde el 24 de diciembre de 1964, fecha en que se aprobó la Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea, se castiga severamente -como reos de sedición- a "los empleados de aeropuertos que, en número suficiente para perturbar el servicio, abandonen colectivamente sus funciones en (…) el aeropuerto, en actitud de protesta o desobediencia coactiva (...)". Y desde hace décadas también, sabemos que si su actitud es continuada y persistente, pueden ser detenidos por las Fuerzas de Seguridad del Estado y puestos inmediatamente a disposición judicial.
¿Por qué, entonces, no se ha hecho nada hasta ahora, en los casos de abandono masivo y concertado de su puesto de trabajo por parte de los controladores aéreos? ¿No ha habido, quizá, dejación de funciones por parte de la Autoridad?, ¿o ha sido más bien prevaricación, por interés o por ignorancia?. ¿Por qué, aplicando también la Ley -aunque sea la común, que es el Código Penal, y que es la única que parece verdaderamente aplicable- no se hace con otros colectivos de delincuentes invisibles, otros estafadores transparentes, especializados bien en el menudeo con el dinero de los demás, bien en la maquinación para alterar el precio de las cosas, cuyo comportamiento criminal, egoísta y ambicioso, pede tener consecuencias, en millones de euros, infinitamente mayores que las que ahora se deberán ventilar?
Hoy es fácil preguntárselo, a toro pasado y con los aviones en el aire, pero ¿hacía falta declarar el Estado de Alarma para poner a esta gente en condiciones de cumplir la Ley?, ¿era necesario, incluso, el recurso al Derecho penal? Paradójicamente, cuando nuestro país goza de tasas de libertad y progreso nunca antes alcanzadas, parece que es cuando más nos reconfortan las actitudes ejemplarizantes, contundentes, violentas y militarizadas (por muy discutibles o controvertidas que sean), que se nos antojan las únicas capaces de satisfacer nuestros legítimos intereses. Y es que lo que realmente da miedo del Real Decreto 1673/2010 no es la pena por los delitos de sedición, desobediencia, u omisión de los deberes de ayuda a la navegación que -ahora, supuestamente, de naturaleza militar- puedan cometer los controladores aéreos; ni son las responsabilidades civiles o disciplinarias que puedan derivarse de sus incumplimientos lo que preocupa. Lo verdaderamente acongojante, lo que hiela la sangre a unos y entusiasma a otros, es que te pueda acabar deteniendo un militar. Que un par de Guardias Civiles, o un retén de soldados, llegue al chalet del interfecto, pregunten por él a su mucama, y lo detengan a punta de pistola delante de sus vecinos.
O quizá sea que todo es un cuento, que el Estado de Derecho no existe, que las vías legales tradicionales (denuncia, demanda, querella, juicio, pena, multa, sanción) no sirven para nada, que cada uno campa por sus respetos sin importarle normas jurídicas o éticas, y que, como decían nuestros abuelos, aquí solo se funciona a toque de corneta o a golpe de bastón.
Cadena perpetua revisable para todos, delincuentes y no delincuentes, ya.
viernes, 19 de noviembre de 2010
justificaciones, exculpaciones e irrelevancias
A cuenta de Felipe González, su entrevista, sus afirmaciones, y todos los comentarios a los que ha dado lugar, puede hacerse una breve reflexión sobre la hipocresía necesaria; sobre cuando la sociedad se ve en la tesitura de proclamar una cosa y tener que hacer la contraria, y sobre las circunstancias en las que nos vemos obligados a ir contra las normas establecidas por nosotros mismos. Se me ocurren varias situaciones.
El caso extremo es la declaración de guerra, que se produce cuando el derecho internacional falla y los Estados se ven incapaces de dirimir sus diferencias por medios pacíficos. Es curioso que muchas de las guerras recientes se hayan librado sin mediar declaración alguna, no sé si por cobardía o mediocridad de los gobernantes, o porque tal declaración suena demasiado fuerte a la sensibilidad de los votantes de los países civilizados. En todo caso, la guerra tiene la ventaja de que, al igual que en el amor, en ella todo vale, y con esos medios ilimitados se solucionan problemas de otra manera irresolubles (aunque en muchos casos sustituyéndolos por otros peores, o simplemente matando a los que los padecían). Algo parecido ocurre con los llamados estados de excepción, cuando la situación imposible de resolver por la vías democráticas previstas es interna. Tales estados excepcionales se han previsto en muchas de las más sofisticados formas de gobierno del pasado. Tampoco gusta esta vía a los votantes de los países desarrollados, motivo por el cual se tiende a sustituirlos por subterráneos crímenes de estado, cárceles secretas e interrogatorios fuera de las jurisdicciones garantistas. Las guerras no declaradas y los estados de excepción encubiertos nos repugnan, pero responden clara y tristemente a la necesidad objetiva de luchar con enemigos a los que no es posible enfrentarse por las vías ordinarias.
Pero no es la debilidad o la imperfección del sistema la única razón que está detrás de las soluciones alegales e inmorales. Las sociedades a menudo construyen su entramado normativo pensando en un ser humano más noble, más bondadoso y más predispuesto a la perfección que el que realmente existe. En las ciudades hay siempre lugares o espacios por todos conocidos donde se ejerce la prostitución más allá de lo permitido, y hay puntos de venta en cierto modo tolerados donde comprar drogas. Incluso cuando en España estaba penado el aborto, la aplicación de diversas eximentes y atenuantes a las madres que lo practicaban hacía que ninguna fuera condenada. ¿Son estas situaciones lamentables -cuya existencia aceptamos siempre y cuando sea con nuestro voto en contra- casos de hipocresía social, o reflejo del afán de la sociedad humana por ser mejor de lo que es?
Aun aceptando la segunda respuesta, la distancia entre la sociedad real y su sistema normativo no puede llegar a la esquizofrenia. Cuando la desconexión entre legalidad y realidad sobrepasa cierto límite, comienzan a aparecer brotes de linchamiento. Si, por ejemplo y como hemos vivido hace pocos meses, un condenado por terrorismo puede, al amparo de escorzos penales y penitenciarios, dejar la prisión en un plazo desproporcionadamente corto y trasladarse a vivir junto a la familia de su víctima, para amenaza y oprobio de la misma, la sociedad querrá solucionar estos casos tomándose la justicia por su mano. O bien será el legislador quien invente tipos especiales con penas disparatadas, que rompen la coherencia y la proporcionalidad de todo el corpus normativo. ¿Podríamos llamar linchamiento legislativo al que sufren los conductores que incumplen el Código de la Circulación?
El caso extremo es la declaración de guerra, que se produce cuando el derecho internacional falla y los Estados se ven incapaces de dirimir sus diferencias por medios pacíficos. Es curioso que muchas de las guerras recientes se hayan librado sin mediar declaración alguna, no sé si por cobardía o mediocridad de los gobernantes, o porque tal declaración suena demasiado fuerte a la sensibilidad de los votantes de los países civilizados. En todo caso, la guerra tiene la ventaja de que, al igual que en el amor, en ella todo vale, y con esos medios ilimitados se solucionan problemas de otra manera irresolubles (aunque en muchos casos sustituyéndolos por otros peores, o simplemente matando a los que los padecían). Algo parecido ocurre con los llamados estados de excepción, cuando la situación imposible de resolver por la vías democráticas previstas es interna. Tales estados excepcionales se han previsto en muchas de las más sofisticados formas de gobierno del pasado. Tampoco gusta esta vía a los votantes de los países desarrollados, motivo por el cual se tiende a sustituirlos por subterráneos crímenes de estado, cárceles secretas e interrogatorios fuera de las jurisdicciones garantistas. Las guerras no declaradas y los estados de excepción encubiertos nos repugnan, pero responden clara y tristemente a la necesidad objetiva de luchar con enemigos a los que no es posible enfrentarse por las vías ordinarias.
Pero no es la debilidad o la imperfección del sistema la única razón que está detrás de las soluciones alegales e inmorales. Las sociedades a menudo construyen su entramado normativo pensando en un ser humano más noble, más bondadoso y más predispuesto a la perfección que el que realmente existe. En las ciudades hay siempre lugares o espacios por todos conocidos donde se ejerce la prostitución más allá de lo permitido, y hay puntos de venta en cierto modo tolerados donde comprar drogas. Incluso cuando en España estaba penado el aborto, la aplicación de diversas eximentes y atenuantes a las madres que lo practicaban hacía que ninguna fuera condenada. ¿Son estas situaciones lamentables -cuya existencia aceptamos siempre y cuando sea con nuestro voto en contra- casos de hipocresía social, o reflejo del afán de la sociedad humana por ser mejor de lo que es?
Aun aceptando la segunda respuesta, la distancia entre la sociedad real y su sistema normativo no puede llegar a la esquizofrenia. Cuando la desconexión entre legalidad y realidad sobrepasa cierto límite, comienzan a aparecer brotes de linchamiento. Si, por ejemplo y como hemos vivido hace pocos meses, un condenado por terrorismo puede, al amparo de escorzos penales y penitenciarios, dejar la prisión en un plazo desproporcionadamente corto y trasladarse a vivir junto a la familia de su víctima, para amenaza y oprobio de la misma, la sociedad querrá solucionar estos casos tomándose la justicia por su mano. O bien será el legislador quien invente tipos especiales con penas disparatadas, que rompen la coherencia y la proporcionalidad de todo el corpus normativo. ¿Podríamos llamar linchamiento legislativo al que sufren los conductores que incumplen el Código de la Circulación?
miércoles, 3 de noviembre de 2010
pim, pam, pum
Los nuevos gestores de la moral colectiva la emprendieron hace ya unos días con el bueno (o el malo) de Sánchez Dragó, que dice (y se desdice de) haber mantenido relaciones sexuales, hace varios lustros, con dos jóvenes japonesas de catorce años.
Así las cosas, la cuestión debería ser: ¿Se permite o no se permite a los mayores de trece años mantener relaciones sexuales con quien les plazca? Si la respuesta es sí, debería darnos igual la edad de los cohabitantes (un señor de cincuenta con una joven de quince; dos mujeres de cuarenta con un señor de sesenta; un niño de dieciséis con un hombre de cuarenta y cinco...). Y si la respuesta es no, ¿a qué estamos esperando para modificar el Código Penal y elevar hasta la edad que consideremos oportuna el límite legal de madurez?
Pues bien, como en otras muchas cuestiones penales, preferimos no hacer ni una cosa ni la otra. En ausencia de violencia, intimidación, engaño o prevalimiento, y siendo mayores de trece años los intervinientes, nuestro legislador considera ajeno al derecho penal cualquier tipo de relación sexual consentida por las partes… salvo, eso sí, que se trate de tener relaciones sexuales con dinero de por medio (caso en que eleva el límite de edad a los dieciocho años), o que nos encontremos ante relaciones sexuales que puedan perjudicar el desarrollo de la personalidad del menor (caso que yo no entiendo -¿se refiere el legislador a orgías, zoofilia, voyerismo…?- pero en el que, en cualquier caso, también se eleva a dieciocho el límite legal para poder participar en la relación).
El gusto de los mayores por los jóvenes -o de los jóvenes por los mayores-, o de los machos por los machos y las hembras por las hembras, no es, afortunadamente, materia de regulación legal, y su ejercicio, gusto o práctica se deja, lógicamente también, en manos de sus voluntarios protagonistas.
Pero ¿Por qué, entonces, tanto escándalo en este caso?, ¿a qué viene rasgarse las vestiduras? ¿Ignoran los críticos la realidad sexual de nuestros jóvenes y la edad a la que empiezan a mantener relaciones sexuales? ¿Se pretende, tal vez, elevar a categoría legal los individuales criterios morales de los comentaristas? ¿Qué es lo que “parece mal” en el asunto?, ¿qué es lo que no nos gusta? ¿es que, acaso, el catalogar a alguien como malo nos hace mejores a los demás? Desde luego, es más fácil creerse mejor que otro antes que cultivar la propia virtud...
La represión de la libertad individual, buscada a menudo por parte de los menos audaces, o de los menos valientes, o de los más puritanos, o de los más intolerantes, ha sido una constante en el desarrollo legislativo de nuestras normas penales sobre el ejercicio de la sexualidad. Los prejuicios morales, los escrúpulos y los estereotipos, han sido permanentes obstáculos a la hora de consensuar regulaciones progresistas y rigurosas, y no puede decirse que, hoy en día, nuestro Código Penal no sea esclavo de tanta indeseable atadura.
Las reglas neurobiológicas de la atracción son principalmente sexuales, y muy poco, o nada, pueden hacer nuestras leyes para modificar instintos atávicos. Fijemos un mínimo de madurez para consentir (fíjenlo psicólogos, neurólogos y criminólogos), y, después, que sean las propias leyes de la atracción las que imperen. Unos serán seducidos por el dinero, otras por la inteligencia, otros por la belleza… y quizá unas niñas de catorce años por la elocuencia e ingenio de un maduro y escandaloso escritor.
Allá ellos.
lunes, 25 de octubre de 2010
miércoles, 13 de octubre de 2010
instintos asesinos
Para sentirnos satisfechos, para estar seguros de que se ha hecho justicia, no hay nada como echar la culpa al prójimo de los males propios -y ajenos- que nos acechan y nos mortifican. Una idea infantil de lo que es la culpabilidad -de lo que significa ser responsable-, que parte de un ser humano absolutamente libre en sus decisiones e impermeable ante los diversos sistemas de control y motivación (endógenos y exógenos) que tratan de afectarle, nos evita los males de conciencia, y los remordimientos, por haber sido partícipes, directos o indirectos, en los comportamientos antisociales de los demás.
Si a eso le unimos la visión cuasi mágica de un ser humano pacífico y bueno, acechado en su paraíso diario por los comportamientos violentos de los hombres malos (esos que, más tarde o más temprano, formarán el núcleo duro de nuestras prisiones), ya tenemos la excusa perfecta para que, sin dudas ni complejos, exijamos que todo el peso de la ley recaiga sobre los culpables…
Pero la psicología y la psiquiatría modernas dejaron hace tiempo de manejar las cartillas escolares como manual de referencia, y abandonaron la idea de considerar la agresividad como un procedimiento auxiliar o accidental, como un instrumento al servicio de otros vectores más sutiles de modulación de litigios entre congéneres, y, por ello, plenamente prescindible o amplificable a gusto del consumidor…
Las ciencias del comportamiento nos indican que cuando surge el conflicto de intereses, los dispositivos internos al servicio de la agresividad pueden activarse sin necesidad alguna de deliberación reflexiva, y que, al responder muchas veces a automatismos de base fisiológica -no voluntaria-, la actitud agresiva puede resultar tan sorpresiva para el agresor como para el agredido.
El temple combativo de cada cual es el resultado de las interacciones entre la herencia genética, diversos elementos de la maduración neuroendocrina y factores cruciales del aprendizaje social (y cito milimétricamente al profesor Tobeña). El presupuesto jurídico y filosófico del libre albedrío, de la libertad del hombre para decidir sobre su destino, no nos debería impedir aceptar que buena parte de los comportamientos antisociales violentos vienen altamente motivados por el entorno social (el aprendido y el circundante), y que otros muchos no son sino consecuencia de averías severas de los resortes biológicos de la agresividad, cuyo tratamiento no debería corresponder a los juristas ni a los penalistas sino, más bien, a los profesionales de la psiquiatría y la neurofarmacología modernas.
Si a eso le unimos la visión cuasi mágica de un ser humano pacífico y bueno, acechado en su paraíso diario por los comportamientos violentos de los hombres malos (esos que, más tarde o más temprano, formarán el núcleo duro de nuestras prisiones), ya tenemos la excusa perfecta para que, sin dudas ni complejos, exijamos que todo el peso de la ley recaiga sobre los culpables…
Pero la psicología y la psiquiatría modernas dejaron hace tiempo de manejar las cartillas escolares como manual de referencia, y abandonaron la idea de considerar la agresividad como un procedimiento auxiliar o accidental, como un instrumento al servicio de otros vectores más sutiles de modulación de litigios entre congéneres, y, por ello, plenamente prescindible o amplificable a gusto del consumidor…
Las ciencias del comportamiento nos indican que cuando surge el conflicto de intereses, los dispositivos internos al servicio de la agresividad pueden activarse sin necesidad alguna de deliberación reflexiva, y que, al responder muchas veces a automatismos de base fisiológica -no voluntaria-, la actitud agresiva puede resultar tan sorpresiva para el agresor como para el agredido.
El temple combativo de cada cual es el resultado de las interacciones entre la herencia genética, diversos elementos de la maduración neuroendocrina y factores cruciales del aprendizaje social (y cito milimétricamente al profesor Tobeña). El presupuesto jurídico y filosófico del libre albedrío, de la libertad del hombre para decidir sobre su destino, no nos debería impedir aceptar que buena parte de los comportamientos antisociales violentos vienen altamente motivados por el entorno social (el aprendido y el circundante), y que otros muchos no son sino consecuencia de averías severas de los resortes biológicos de la agresividad, cuyo tratamiento no debería corresponder a los juristas ni a los penalistas sino, más bien, a los profesionales de la psiquiatría y la neurofarmacología modernas.
viernes, 8 de octubre de 2010
resucitados
La historia de Shujaa Graham es la historia de muchos condenados a muerte en Estados Unidos. Prejuicios, defensas deficientes, mala suerte… y un terrible error. Shujaa, como otros muchos condenados a muerte en Estados Unidos, fue víctima inocente de un sistema corrompido por la desidia y la pereza, que asume sin sonrojo la posibilidad de equivocaciones tan terribles.
¿Cuánto vale la vida de un hombre?, ¿vale tanto como la vida de toda la humanidad? ¿Y cuál es el coste asumible por la vida de un hombre, culpable o inocente?, ¿la vida del resto de la humanidad?
A los diez años de condena privativa de libertad, un recluso empieza un proceso de despersonalización y alienación difícilmente reversible. Lo normal es que el individuo se desquicie moralmente, pierda cualquier respeto por la autoridad, o por la ley, y pase a subsistir dirigido por la exclusiva motivación de su bombardeada conciencia y sus particulares e irrenunciables apetitos. Shujaa, además, pasó dos años en el corredor de la muerte, y por eso, su vida, su experiencia y su subsistencia, son, además, un milagro.
jueves, 7 de octubre de 2010
miércoles, 6 de octubre de 2010
la jauría humana
Acostumbrados a vivir y a dejarnos llevar inconscientes por la dulce melodía de la vida, nos resulta incomprensible e injusta la llegada vil y repentina de la muerte.
Y esa muerte inesperada, la que no se busca o no se espera, es la más atroz, porque es cobarde y sorpresiva, y nos impide prepararnos con cierta dignidad para afrontar su contundencia y su frialdad. Frente a ella no hay consuelo, y ante ella no caben explicaciones ni lógica.
Estos días, uno de mis antiguos y más queridos alumnos de Derecho Penal, Israel de los Reyes Godoy, está llevando a cabo la durísima y poco satisfactoria labor de defender a uno de los presuntos asesinos de Ivan Robaina, joven canario fallecido en convulsas circunstancias hace ya casi dos años, y cuya muerte, proceso penal de investigación y actual juicio están siendo recogidos con especial meticulosidad y detalle por los medios de comunicación insulares y peninsulares.
Padres retorcidos de dolor, jóvenes impregnados de miedo hasta las entrañas, seres humanos, en definitiva, revolviéndose como animales frente a lo cruel y lo inesperado... Yo me pregunto si los profesores universitarios preparamos suficientemente a nuestros pupilos. Si además de la pasión por el Derecho y del bagaje científico y dogmático de nuestras disciplinas, no les deberíamos dotar también con potentísimas vacunas de protección frente a la realidad, de mecanismos de defensa eficaces capaces de soportar todo el dolor, la incomprensión, la rabia y la dureza de una realidad profesional especialmente salvaje.
Y esa muerte inesperada, la que no se busca o no se espera, es la más atroz, porque es cobarde y sorpresiva, y nos impide prepararnos con cierta dignidad para afrontar su contundencia y su frialdad. Frente a ella no hay consuelo, y ante ella no caben explicaciones ni lógica.
Estos días, uno de mis antiguos y más queridos alumnos de Derecho Penal, Israel de los Reyes Godoy, está llevando a cabo la durísima y poco satisfactoria labor de defender a uno de los presuntos asesinos de Ivan Robaina, joven canario fallecido en convulsas circunstancias hace ya casi dos años, y cuya muerte, proceso penal de investigación y actual juicio están siendo recogidos con especial meticulosidad y detalle por los medios de comunicación insulares y peninsulares.
Padres retorcidos de dolor, jóvenes impregnados de miedo hasta las entrañas, seres humanos, en definitiva, revolviéndose como animales frente a lo cruel y lo inesperado... Yo me pregunto si los profesores universitarios preparamos suficientemente a nuestros pupilos. Si además de la pasión por el Derecho y del bagaje científico y dogmático de nuestras disciplinas, no les deberíamos dotar también con potentísimas vacunas de protección frente a la realidad, de mecanismos de defensa eficaces capaces de soportar todo el dolor, la incomprensión, la rabia y la dureza de una realidad profesional especialmente salvaje.
miércoles, 22 de septiembre de 2010
¿y si quiero que me infecten el SIDA?
Seguimos a vueltas con la vida y la integridad física y, me temo, esto no va a parar. La mezcla de superstición, prejuicios, criterios morales y principios éticos se convierte en perniciosa -bueno, esa mezcla es siempre perniciosa- cuando se trata de abordar el contenido de la dignidad humana y de sus consiguientes manifestaciones.
Y todo esto viene a cuento del magnífico artículo que el profesor Gimbernat publica en El Mundo de hoy, y donde, como de soslayo, se toca sutilmente la cuestión del consentimiento en las lesiones.
Y todo esto viene a cuento del magnífico artículo que el profesor Gimbernat publica en El Mundo de hoy, y donde, como de soslayo, se toca sutilmente la cuestión del consentimiento en las lesiones.
No deberíamos tener duda, a este respecto, de la importancia de la libertad individual como soporte axiomático básico de nuestro sistema de valores ético y jurídico, y de la necesidad de reconocer las mínimas excepciones en cuanto a su ejercicio y desarrollo. Sólo ante ataques graves a bienes jurídicos de igual o superior valor a la propia libertad, deberíamos plantearnos (y lo hacemos) algún tipo de restricción, prevención y castigo.
El ejercicio de la prostitución, el suicidio (propio o asistido), el consentimiento a ser lesionado, la compraventa de órganos, o la libertad para poner en serio peligro la integridad física (a través del ejercicio de deportes de contacto extremo) suponen ejemplos paradigmáticos de la nebulosa jurídica (y axiológica) en la que se encuentra nuestra sociedad.
Un cierto recelo que bebe de morales y costumbres tribales, donde tradicionalmente se ha mitificado y sacralizado la vida y la integridad física por encima de la voluntad o creencia de sus propios titulares, ha impedido afrontar este tipo de problemas de forma lógica y congruente. Y se ha impuesto un concepto de dignidad humana, supraindividual y confuso, que antepone los intereses de la colmena (o de las clases más influyentes o acomodadas de la colmena) a los íntimos y personales de las insignificantes abejas.
Las políticas públicas (engendro que engloba acciones directas, indirectas, trasversales, longitudinales, oblicuas y subliminales) deberían fomentar la generalización de actitudes y comportamientos formados éticamente y basados en valores facilitadores del bien común, pero tendría que abstenerse de uniformar conciencias, imponer morales o restringir derechos individuales. Parece muchas veces que el Estado, con una mala conciencia por los deberes no realizados, intenta practicar una política criminal basada en dejar a los colectivos marginales o menos favorecidos fuera de la legalidad que ampara los derechos del resto de la ciudadanía, prohibiendo o demonizando los comportamientos que ella misma se ha encargado de provocar. El cierto complejo de culpabilidad que la sociedad occidental desarrollada siente frente a los que, por no tener nada, no tienen más remedio que vender su cuerpo como tabla de salvación (prostituyéndose, vendiendo órganos o poniendo en peligro su propia vida) no debería conducirnos a negar su legítimo derecho a hacerlo.
Y si de lo que se trata no es de necesidades materiales, sino metafísicas (suicidio, eutanasia) o lúdicas (deportes extremos de dudoso gusto), la respuesta es aún más clara. Sólo imperativos de orden y salud pública deberían legitimar su regulación, su uniformización y su control.
martes, 21 de septiembre de 2010
¿democracia militante?
Algunos alumnos plantean en clase el problema suscitado por la reciente Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña y la necesidad de modificar la Constitución o de proteger su texto a capa y espada. Y, a partir de ahí, cuál es la legitimidad de la Constitución y de la propia democracia como parámetros fiscalizadores del comportamiento general.
Yo creo que el problema que subyace en las cuestiones sobre si la Constitución es un mero marco procedimiental o incluye principios normativos, o en qué medida debe estar sujeta a crítica y modificación, es similar al de la tan traída y llevada (qué asco) falta de valores de la sociedad contemporánea. La cuestión no es si hay principios, axiomas o valores en la Constitución y en la sociedad, sino si estos principios, axiomas o valores están adecuadamente enunciados e identificados como tales. Bueno, la cuestión es más bien que no lo están. No se han establecido explícitamente las cosas que consideramos esenciales a nuestra organización social, que no vamos a cambiar ni a discutir, ni siquiera aunque lo apoye la mayóría. Por ejemplo, la igualdad, la libertad y el derecho a la vida de los seres humanos no están sujetos a debate: quien vaya contra tales principios es nuestro enemigo y contra él estaríamos dispuestos a empuñar las armas. No tener claros los principios nos lleva a una construcción utilitarista, pragmática e incluso sentimentaloide de las leyes y las normas. ¿De dónde sale, por ejemplo, una ley de plazos y circustancias personales para el aborto?
Con respecto a la faceta de marco procedimiental de la Constitución, o de la democracia en sí, aquí el problema está más claro, por mucho que juguemos a ignorarlo: las democracias occidentales funcionan sólo de manera formal, sin contenido real: nuestros representantes no nos representan, los parlamentarios no parlamentan, no hay separación de los tres poderes, los ciudadanos no son iguales ante la ley... Pero todos, hombres e instituciones, actuamos como si no fuera así.
¿Por qué? Por la tercera función que cumple la democracia en nuestra sociedad. Además de ser un conjunto de principios, además de ser un sistema de procedimientos, la democracia es un sistema de legitimación del poder aceptado por el conjunto de los ciudadanos. No minusvaloremos esta función, imprescindible para mantener la estructura y el orden de la sociedad. Tradicionalmente, dos han sido las formas más habituales de legitimación del poder: la fuerza (el más fuerte manda) y la herencia (el hijo del rey el el próximo rey). En Occidente es difícil entender que los iraquíes aceptaran a Sadam Husein como líder, simplemente porque demostraba fuerza. Pero los españoles tenemos cerca en el tiempo un ejemplo de que a quien gana una guerra el pueblo le reconoce el derecho a mandar. En los países civilizados, el que vence en unas elecciones democráticas, aunque la mayoría no entienda lo que vota, es el jefe. No hay discusión. Y ésta es una gran fuente de paz social.
Yo creo que el problema que subyace en las cuestiones sobre si la Constitución es un mero marco procedimiental o incluye principios normativos, o en qué medida debe estar sujeta a crítica y modificación, es similar al de la tan traída y llevada (qué asco) falta de valores de la sociedad contemporánea. La cuestión no es si hay principios, axiomas o valores en la Constitución y en la sociedad, sino si estos principios, axiomas o valores están adecuadamente enunciados e identificados como tales. Bueno, la cuestión es más bien que no lo están. No se han establecido explícitamente las cosas que consideramos esenciales a nuestra organización social, que no vamos a cambiar ni a discutir, ni siquiera aunque lo apoye la mayóría. Por ejemplo, la igualdad, la libertad y el derecho a la vida de los seres humanos no están sujetos a debate: quien vaya contra tales principios es nuestro enemigo y contra él estaríamos dispuestos a empuñar las armas. No tener claros los principios nos lleva a una construcción utilitarista, pragmática e incluso sentimentaloide de las leyes y las normas. ¿De dónde sale, por ejemplo, una ley de plazos y circustancias personales para el aborto?
Con respecto a la faceta de marco procedimiental de la Constitución, o de la democracia en sí, aquí el problema está más claro, por mucho que juguemos a ignorarlo: las democracias occidentales funcionan sólo de manera formal, sin contenido real: nuestros representantes no nos representan, los parlamentarios no parlamentan, no hay separación de los tres poderes, los ciudadanos no son iguales ante la ley... Pero todos, hombres e instituciones, actuamos como si no fuera así.
¿Por qué? Por la tercera función que cumple la democracia en nuestra sociedad. Además de ser un conjunto de principios, además de ser un sistema de procedimientos, la democracia es un sistema de legitimación del poder aceptado por el conjunto de los ciudadanos. No minusvaloremos esta función, imprescindible para mantener la estructura y el orden de la sociedad. Tradicionalmente, dos han sido las formas más habituales de legitimación del poder: la fuerza (el más fuerte manda) y la herencia (el hijo del rey el el próximo rey). En Occidente es difícil entender que los iraquíes aceptaran a Sadam Husein como líder, simplemente porque demostraba fuerza. Pero los españoles tenemos cerca en el tiempo un ejemplo de que a quien gana una guerra el pueblo le reconoce el derecho a mandar. En los países civilizados, el que vence en unas elecciones democráticas, aunque la mayoría no entienda lo que vota, es el jefe. No hay discusión. Y ésta es una gran fuente de paz social.
martes, 17 de agosto de 2010
jueves, 29 de julio de 2010
jueves, 13 de mayo de 2010
el derecho penal se mueve
Ahora que Garzón se quiere ir al TPI (por cierto, qué gran artículo en El País sobre el asunto de las críticas a su procesamiento por prevaricación), queda relegada a un segundo plano la casi incipiente reforma del Código Penal.
Se trata de un texto eminentemente técnico y funcional, poco político, que aspira a cubrir ciertas lagunas y trata de elevar, ingenuamente, los niveles de eficacia procesal de los agentes públicos implicados en la cosa penal. Quizá por eso, por su carácter poco ideológico, hay menos errores de fundamento de lo habitual, pero más imprecisiones, contradicciones y olvidos.
Literatura jurídica al respecto, crítica o no, habrá para rato -los primeros espontáneos ya han saltado al ruedo-, por lo que se me antoja inapropiada una entrada en línea dogmática, y he preferido optar por un comentario más digerible, que no reproduzca los trabajos ya publicados, y que resalte la ingenuidad de nuestro legislador y sus más originales propuestas antes que, a mi modesto entender, su discutible política criminal.
La pena de localización permanente, por ejemplo, deja de ser una pena residual, con una duración máxima de doce días y pensada exclusivamente para las faltas más leves, y se transforma en una especie degenerada de arresto de fin de semana, que tendrá una duración de hasta ¡seis meses!, y que incluso podrá cumplirse “sábados, domingos y festivos” (sic.) en Centros Penitenciarios destinados a presos comunes. Pero ¿no se trata de una pena pensada para autores de delitos poco graves? Entonces ¿cómo se permite su cumplimiento junto a presos comunes -homicidas, ladrones, traficantes-?, ¿eso facilitará la reinserción… o añadirá un extra de punitividad a la infracción cometida?
Se crea una nueva medida de seguridad, denominada Libertad Vigilada, que podrá durar la friolera de 10 años (diez años añadidos a los ya cumplidos de prisión), y que exigirá al condenado diversas obligaciones (presentarse periódicamente ante el juez, estar siempre localizable mediante aparatos electrónicos, comunicar cada cambio de residencia a la autoridad, alejarse y no comunicarse con la víctima del delito, etc.), pero -y he aquí la ingenuidad- que será impuesta en función de la peligrosidad del reo ¡en el momento de dictarse la sentencia! Pero ¿cómo puede determinarse la peligrosidad de un sujeto -a través de un pronóstico favorable e individualizado de reinserción- con antelación al tratamiento penitenciario?, ¿cómo puede saber el juez si el agresor, el homicida o el terrorista van a seguir siendo peligrosos después de 15, 20 o 40 años de prisión? ¿Se está enterrando definitivamente el principio constitucional de que las penas deber orientarse principalmente a la resocialización y reinserción del penado, o simplemente se reconoce la imposibilidad de alcanzar este postulado?
Debe elogiarse la configuración de un nuevo macrodelito de abuso y agresión sexual a menores de 13 años, para el que se estipula muy acertadamente una pena mínima de 2 años de prisión y máxima de 15. La minoría de edad de la víctima deja así de ser una circunstancia agravante del delito y pasa a convertirse en elemento definidor de la infracción, con lo que se facilita la visibilidad típica de la conducta y se concreta su especificidad criminológica. Pero más audaz resulta en este terreno, si cabe, y aunque se concrete en un tipo confuso y constitucionalmente discutible, la nueva punición de la proposición sexual a menores de 13 años a través de redes sociales (facebook, tuenti, twiter…), siempre que “se proponga concretar un encuentro” y que las propuestas “se acompañen de actos encaminados al acercamiento” (sic.). De qué actos se trata, no lo dice, pero se deja tan abierto el abanico de posibilidades (pedir una cita, insinuar la dirección de la vivienda, solicitar el número de teléfono, sacar un billete de tren o avión…) que la conducta castigada acaba resultando imprecisa y genérica.
Igualmente, resulta poco congruente la novedad de castigar a los clientes en caso de prostitución de menores de 18 años. ¿Por qué se fija el límite en los 18 años y no en los 16 -que es la edad a la que una joven puede decidir sobre el aborto-, o en los 13 -que es la edad a partir de la cual una joven puede decidir libremente sobre la posibilidad de mantener relaciones sexuales con quien quiera-? Da la sensación de que, utilizando más un criterio moral que jurídico, a nuestro legislador penal le dan igual las relaciones sexuales que quiera mantener una joven mayor de 13 años siempre que, eso sí, no haya dinero de por medio. Y, ahondando aún más en el problema de la edad, esta especie de ceremonia de la confusión aritmética culmina con la nueva redacción que se da al delito de hurto, donde se especifica ex novo como circunstancia agravante el hecho de que para la comisión del delito “se utilice a menores de 14 años”. ¿Es que ya no son válidos los criterios que recomendaban el límite de los 18 (para la prostitución), los 16 (para el aborto), o los 13 (para el abuso sexual)? Incomprensible y aparentemente arbitrario.
Y luego hay algunas contradicciones de bulto, puntuales pero que deslucen mucho el conjunto. Falsificar, por ejemplo, tarjetas de crédito, resultará menos grave que falsificar billetes. Pero, agárrense al asiento, usar a sabiendas de su falsedad las tarjetas de crédito falsificadas ¡tendrá más pena que el hacer lo mismo con los billetes falsos! Esto, más que eliminarlo o replantearlo, debería simplemente corregirse.
Sólo dos cosas más, para terminar. La primera, llamar la atención respecto de lo presuntuoso que resulta querer castigar (como hace el nuevo artículo 325) los vertidos que perjudiquen o pongan en peligro el equilibrio de los sistemas naturales, cuando dichos vertidos ocurran “en alta mar” (fuera del mar territorial español, se entiende). ¿Se trata de una reforma encubierta del actual artículo 23.4 de la LOPJ -que determina la competencia de los tribunales penales españoles para delitos cometidos fuera de nuestras fronteras-?, ¿deberá conocer Garzón -si es que no está ya suspendido o trasladado- de los vertidos de la plataforma de BP que están afectando la costa este de Estados Unidos, desde Luisiana hasta Florida? Y la segunda, subrayar la recuperación innecesaria que la reforma hace del viejo delito de piratería. Los incidentes en Somalia con el Alacrana pusieron de moda, hace unos meses, el apoderamiento de barcos, y el legislador (al que, al parecer, no le bastaban los delitos de secuestro, detención ilegal, robo y amenazas para castigar a sus autores) ha decidido crear un tipo específico para tratar el asunto. 15 años de prisión que, sumados a los correspondientes a los demás delitos de secuestro, detención, robo o amenazas cometidos (suma que el nuevo 616 ter exige), totalizan una pena superior a 30 años y convierten la piratería en el delito más grave de todo el Código Penal.
Son sólo unos cuantos ejemplos, pero sirven para ilustrar nítidamente el perfil bajo y apresurado de una reforma (perfil del que sólo se salva la nueva y modernísima configuración de la responsabilidad penal de las personas jurídicas -cuyo alcance y complejidad merecen un comentario propio-) que, precisamente por sus limitadas aspiraciones dogmáticas, no resulta tan impertinente y criticable como la mayoría de sus veintitrés predecesoras.
O, al menos, esa es mi primera impresión.
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