BÁCULO Y GUÍA PARA MANEJARSE DECENTEMENTE POR LA MITOLOGÍA PENAL CONTEMPORÁNEA

jueves, 18 de enero de 2007

cerebros violentos

Muchos de mis alumnos han leído ya en clase un pequeño artículo del psiquiatra Adolf Tobeña que, resumiendo éste, planteaba los nuevos retos y perspectivas a los que se enfrentan los modernos estudios sobre neurobiología de la violencia.

A partir de los presupuestos planteados en ese artículo, María Rojas Tejero ha buscado en la red más información y ha sacado algunas conclusiones al respecto.

"El catedrático de Psicología Médica y Psiquiatría Adolf Tobeña, en su articulo neurobiología de la violencia, mantiene la tesis de que la base de la agresividad en los seres humanos es básicamente biológica y que no hay mediación alguna de la reflexión en su puesta en marcha. Así pues concluye “que es materia de la psiquiatría y la neurofarmacología corregir perfiles violentos que son disruptivos tanto para la convivencia como para el propio individuo”.
Por mi parte he de decir que creo que la agresividad es un rasgo biológico del ser humano y constituye una herramienta al servicio de la supervivencia de la especie, que sin esta característica no hubiera podido evolucionar ni perpetuarse como tal.
La violencia está tan presente que se percibe como un componente ineludible de la condición humana, un hecho ineluctable ante el cual se debe reaccionar. Pero, ¿es realmente una condición del ser humano? Sigmund Freud y Carl Jung ya hablaban de la sombra o del lado oscuro del ser humano. "Lo único que nos diferencia de los simios es la evolución cerebral que nos ha llevado a la capacidad de socializar y, en definitiva, a la cultura en general, se acepta que toda conducta violenta debe considerarse como un suceso bío-psico-sociocultural, con una u otra proporción en la mezcla de estos ingredientes. La ciencia actual está en condiciones de detectar y de identificar los rincones cerebrales donde se esconde nuestra agresividad, así como las reacciones neuroquímicas que se establecen en nuestro organismo ante situaciones de violencia, miedo, peligro, etc.
Pero, ¿cuáles son los resortes fisiológicos que condicionan nuestra conducta? ¿Qué mecanismos neuronales determinan el grado de agresividad de un individuo o el paso a un comportamiento violento?
Métodos como la estimulación eléctrica del cerebro (EEC) han servido para localizar los diversos centros encargados de modular el placer, el dolor o la agresividad. Así, por ejemplo, se ha comprobado que una corriente aplicada en una zona del sistema límbico puede desencadenar una reacción de furia, de afecto o incluso de hambre. También se utilizan drogas capaces de reducir la impulsividad y la agresividad, se investiga con la posibilidad de sustituciones hormonales e intervenciones quirúrgicas para controlar la violencia e incluso hay quien predice que está próximo el momento en el que un análisis de sangre o una exploración cerebral puedan servir para pronosticar el potencial violento de un individuo y establecer tratamientos preventivos. Concretamente, las bases neurobiológicas de la agresividad se hallan en la corteza prefrontal y en la amígdala del cerebro, considerada como la estructura dominante en la modulación de la violencia. La amígdala y el hipotálamo trabajan en estrecha armonía, y el comportamiento de ataque o agresión puede ser acelerado o retardado según sea la interacción entre estas dos estructuras. Del mismo modo, se ha comprobado en laboratorio que el estímulo eléctrico de la amígdala aumenta todos los tipos de comportamiento agresivo en los animales y hay signos que sugieren una reacción similar en seres humanos.
Por otra parte, estudios realizados en distintas regiones del córtex prefontal del cerebro, sobre áreas específicas de control de las emociones negativas, han puesto de manifiesto la interrelación entre el córtex frontal orbital, el córtex anterior cingular y la amígdala. Algunos científicos sostienen que la corteza prefrontal actúa como freno ante los impulsos agresivos y así parecen confirmarlo los experimentos realizados con gatos, que dejaron de atacar a los ratones al recibir un estímulo en esa área. Así queda establecido que, mientras el córtex frontal orbital desempeña una función decisiva en el freno de impulsividad, el córtex anterior cingular moviliza a otras regiones del cerebro en la respuesta frente al conflicto.
En humanos con conductas de agresión impulsiva se ha comprobado lo mismo e incluso se han detectado niveles bajos de serotonína en el líquido espinal cerebral de individuos que se suicidaron de una manera violenta. Aunque estos resultados presentan una correlación interesante, aún no se comprende bien la relación causa efecto, pues cabe también la posibilidad de que el propio comportamiento agresivo induzca niveles bajos de serotonina y no a la inversa. Aunque es conocida la relación entre testosterona y agresión, y ello condiciona, en parte, que los individuos masculinos sean físicamente más agresivos que las mujeres, aún quedan puntos a aclarar de su funcionamiento.
En animales, la reducción de la testosterona elimina su estatus social de dominio, que se recupera con el restablecimiento, por inyección, de la hormona. Sin embargo, esta reacción sólo se produce en individuos que ya tuvieran una posición previa dominante, es decir, la administración de testosterona a individuos con menos estatus no los coloca en una jerarquía superior. En cuanto a otra hormona implicada en la modulación de la agresividad, la vasopresina, experimentos recientes con ratones de monte parecen abrir un campo de esperanza para los tratamientos de conductas violentas, desviaciones sexuales y hasta autismos. El experimento consistió en realizar una modificación genética en los receptores de esta hormona con lo que se consiguió transformar la conducta de los ratones, considerados polígamos y solitarios, logrando que se convirtieran en monógamos y con un marcado instinto de protección de sus crías.
Otras sustancias, como el cortisol , están siendo investigadas por su relación con las conductas agresivas, y se ha comprobado que los niveles salivares bajos de cortisol pueden encontrarse inversamente relacionados con una conducta agresiva. Así, en situaciones de miedo o de alto estrés aumentan las tasas de cortisol en el organismo y su bajo nivel indicaría ausencia de miedo, lo que incrementaría la posibilidad de una respuesta agresiva en una situación de castigo.
Los seres humanos somos agresivos por naturaleza, fruto de nuestro pasado antropoide, pero pacíficos por cultura. Tenemos la capacidad de filtrar ese instinto agresivo y convertirlo en un comportamiento social gracias a la cultura. La agresividad en sí no es mala; lo que es patológico es la forma en la que se canaliza la agresividad. Hay que diferenciar entre agresividad y violencia. La primera es el instinto natural de defendernos y actuar de forma violenta en pro de la supervivencia, hombres y mujeres por igual. La segunda es una configuración perversa de la agresividad, un subtipo de agresión física extrema entre seres humanos y no existe en ninguna otra especie animal. Por ello, la violencia es siempre patológica y genera una disfunción social. La propia indefinición de la violencia supone un grave problema para su total comprensión. Los términos violencia y agresividad son complejos y se utilizan indistintamente .
Ahora bien ¿cuales son las consecuencias que de todo ello se derivan? Desde un punto de vista psicobiológico, la violencia recidivante podría tener un tratamiento farmacológico. Para el control químico de la conducta violenta se aconsejaría el uso de una serie de compuestos que actúan sobre la agresividad. Este arsenal terapéutico estaría indicado ante un caso de violencia recidivante en el que, tras un análisis psiquiátrico, se diagnosticara un trastorno mental. No se pueden emplear, por ejemplo, en aquellas personas que cometen actos de violencia sin motivo; son personas que se están saliendo del proceso de sociabilización. Ante esto es necesario educación, psicoterapia, etc.
En segundo lugar, desde un punto de vista del derecho penal, si se piensa que la agresividad es una característica básica, es decir constitutiva del ser humano habríamos de considerar como un atavismo el concepto de culpabilidad, pues este fundamenta un reproche al autor por su conducta desviada, y las carencias psíquicas o corporales heredadas o por cualquier otra razón, no pueden ser reprochadas a quien impulsado o determinado por tales impositivos, comete un delito.
Por otra parte, el mejor conocimiento de las complejas secuencias bioquímicas que subyacen a los procesos de la vida ofrece la posibilidad de obtener una clase de agentes biológicos más virulentos, diseñados para atacar secuencias bioquímicas predeterminadas y producir efectos específicos. La reducción del miedo y del dolor, y el aumento de la agresividad, la hostilidad, la capacidad física y la atención, podrían mejorar notablemente el desempeño, por ejemplo, de los soldados, pero también podrían incrementar significativamente la frecuencia de las violaciones del derecho humanitario; el hecho de potenciar la agresividad y la hostilidad de una persona en situaciones de conflicto, difícilmente puede favorecer las actitudes de moderación y el respeto de las prohibiciones jurídicas en relación con la violencia.
Los biólogos, médicos y juristas deberán dar casi por sentado que, a menos que adopten medidas activas para prevenirlo, la biología será la próxima tecnología militar de mayor importancia, y la neurociencia, y consecuentemente, gran parte del resto de la biología moderna, serán altamente vulnerables al uso o al abuso en formas jamás deseadas, pero claramente previsibles. No conocemos ninguna tecnología importante con utilidad militar que no haya sido vigorosamente explotada con fines hostiles, y no hay razón alguna para pensar que no se aprovechará también la revolución en la biología para fines militares. Es cierto que anticipar esa posibilidad y afrontarla con eficacia son dos cosas muy diferentes".