Uno de los principios esenciales del derecho penal democrático y, puede decirse, también del Estado de Derecho moderno, lo constituye el respeto absoluto por la libertad del individuo en todo lo que no conlleve una lesión o ataque a bienes jurídicos ajenos. Como señala Gimbernat, supondría en cierto modo una adulteración del derecho penal el pretender utilizarlo, aún inconscientemente, como instrumento de imposición de criterios morales o religiosos de los unos sobre los otros -por muy nobles y respetables que estos pudieran ser-, y no como último mecanismo de protección de los derechos básicos de la persona o de la comunidad. Junto con el respeto indubitado por la propia vida o la integridad física (axiomas tradicionalmente inquebrantables y puestos también hoy en tela de juicio), la libertad del individuo para decidir desarrollar como quiera su persona y su personalidad debería funcionar como punto de partida de todo el conglomerado normativo, de forma que se dejase para otros sistemas menos rígidos de control (moral, religión, normas sociales) la valoración de las decisiones tomadas a este respecto.
Problemas distintos, aunque íntimamente relacionados con éste, lo constituyen el de la lucha contra las mafias y la trata de blancas, por un lado, y el de la atención necesaria a todas aquellas personas que, nos guste o no, ejercen la prostitución.
Respecto a la primera cuestión, ha sido desde siempre una tentadora afición del Estado restringir la libertad del individuo como única estrategia para evitar posibles abusos de terceros. Efectivamente, si se prohibiera la prostitución quizá se evitarían, en alguna medida, la existencia de bandas de explotación de mujeres, pero de la misma manera que si impidiéramos el uso generalizado de Internet acabaríamos con la horrenda lacra del tráfico de pornografía infantil en la Red. La libertad, no nos engañemos, tiene un coste, tanto para los individuos -que pueden no hacer lo que les conviene- como para la sociedad -que pierde la maravillosa eficacia de la colmena-, pero si por algo se caracteriza nuestra civilización es precisamente por aceptar ese reto y por asumir ese coste, y hacerlo, además, en aras de poder disfrutar de los beneficios que aporta el ejercicio de dicha libertad personal... Por lo demás, plantearse el ejercicio de la prostitución como una indignidad en sí misma, contaminada en su esencia por la necesidad, la obligación o la ausencia de alternativas, resulta poco más que una visión sesgada e ingenua, aunque bienintencionada, de lo que suponen las relaciones contractuales en nuestra actual civiliazición.
En lo concerniente al segundo problema, deberíamos evitar caer en el frecuente error de dejar a los colectivos marginales o "raros" -presidiarios, prostitutas, feriantes, inmigrantes, etc.- fuera de la legalidad que ampara los derechos del resto de la ciudadanía, sea en materia de salud, de trabajo o de seguridad. El cierto complejo de culpabilidad que la sociedad occidental desarrollada siente frente a los que, por no tener nada, no tienen más remedio que vender su cuerpo como tabla de salvación, no debería conducirnos a negar su acceso a los beneficios del moderno Estado Social y a impedir la regulación racional de una actividad que, de por sí y como consecuencia de no contar con un amparo legal suficiente, fomenta el abandono, la discriminación y el rechazo hacia todo aquél que la practica.
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