Hemos descubierto estupefactos que el personal se espía, se investiga, se fotografía, se escucha y se filma. Nada nuevo. O, al menos, nada nuevo para nosotros, los penalistas, que sabemos bien del inmenso vacío de protección penal que caracteriza a muchas de las manifestaciones del derecho a la intimidad.
Judicialmente no hay problema, claro, porque desde Exuperancia Rapú hasta ahora siempre puede acudirse a la justicia poética y aplicar el sentido común antes que el mismísimo principio de legalidad, pero, científicamente, la cosa es algo más compleja.
Los detectives privados -esos individuos oscuros de titulación sospechosa- son gente trabajadora y, por lo general, bastante honesta, que se dedica a asuntos bien concretos: obtener y aportar información y pruebas sobre conductas o hechos privados; investigar delitos perseguibles sólo a instancia de parte por encargo de los legitimados en el proceso penal; y vigilar ferias, hoteles, exposiciones o ámbitos análogos. Eso dice el Reglamento de Seguridad Privada, que se preocupa mucho de aclarar que “los detectives no podrán realizar investigaciones sobre delitos perseguibles de oficio, debiendo denunciar inmediatamente ante la autoridad competente cualquier hecho de esta naturaleza que llegará a su conocimiento y poniendo a su disposición toda la información y los instrumentos que pudieran haber obtenido, relacionados con dichos delitos”, de forma que “en ningún caso podrán utilizar para sus investigaciones medios personales o técnicos que atenten contra el derecho al honor, a la intimidad personal o familiar, a la propia imagen o al secreto de las comunicaciones”.
Vale. Pero ¿Y de lo de Aguirre, qué?
El diario Público recoge en su edición del martes un estupendo esquema/resumen de las implicaciones penales que pueden derivarse de la supuesta red de espías detectada en torno al PP de Madrid.
La cosa está, más o menos, así:
¿Cuál es el delito clave que evoca este caso?
La Comunidad de Madrid ya lo expuso en su denuncia: descubrimiento y revelación de secretos. El juez José Sierra reconoce que los hechos alegados “hacen presumir la existencia de una infracción penal” y por eso ordena abrir diligencias. Todos los expertos en Derecho Penal consultados por ‘Público’ coinciden en subrayar que, con los pocos datos de los que se dispone, se apunta a este delito, tipificado en los artículos 197 a 201 del Código Penal.
¿Seguir a una persona es delictivo?
No, a no ser que haya coacción. El 197.1 del Código Penal aclara que “el que, para descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sin su consentimiento, se apodere de sus papeles, cartas, mensajes de correo electrónico o cualesquiera otros documentos o efectos personales o intercepte sus telecomunicaciones o utilice artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción del sonido o de la imagen, o de cualquier otra señal de comunicación, será castigado con las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de 12 a 24 meses”. El espionaje al vicepresidente madrileño, Ignacio González, sí podría encajar con el artículo 197. Con Alfredo Prada, Manuel Cobo, Álvaro Lapuerta o Carmen Rodríguez Flores sólo habría habido seguimiento. Eso, en principio, no es punible, “a no ser que haya una finalidad (chantaje, por ejemplo), en cuyo caso hablaríamos de delito en grado de tentativa”, señala Ignacio Benítez, profesor de la Universidad de Jaén.
¿Es más grave que lo cometa una autoridad?
Sí. Lo dice el artículo 198 del Código Penal. La autoridad o funcionario público que, “prevaliéndose de su cargo”, cometa revelación de secretos, sufrirá una pena de dos a cuatro años de cárcel e inhabilitación de seis a 12 años. Serían castigados con igual condena los autores materiales y los inductores. Que sea seguido un cargo público no atenúa ni agrava la responsabilidad criminal (que por cierto, es de los individuos, nunca de la Administración).
¿Podría haber más castigo?
El resto de delitos posibles, coinciden los penalistas, son más difíciles de demostrar. Joan Carles Carbonell, catedrático de la Universidad de Valencia, cita la usurpación de atribuciones (al adjudicarse funciones policiales que no tiene la Comunidad). Y José María Suárez, de la Universidad de Granada, percibe indicios de delito cometido por funcionarios públicos en la persecución de una causa, pero sin respetar las garantías de la intimidad (artículos 534 a 536).
¿Cabe hablar de malversación?
Hay serias dudas, pues exige que se pruebe el ánimo de lucro. “Pero basta con que el funcionario público destine a usos ajenos a la función pública el dinero puesto a su cargo, como dice el artículo 433 del Código”, añade Carbonell. Alfonso Serrano Maíllo, penalista de la UNED, pide prudencia: “El Derecho Penal no sirve para separar el bien del mal; interviene en los casos más graves contra los bienes jurídicos más importantes”. Como completa Benítez, “hay que distinguir lo jurídico de lo político”. La prevaricación (dictar una resolución a sabiendas de que es injusta) es aún más compleja de probar.
¿Delinque quien informa?
Los penalistas no tienen duda: no. “Como han argüido el Supremo y el Constitucional”, apunta Lorenzo Morillas, catedrático de la Universidad de Granada, “si la información ofrecida por un periodista es veraz y contrastada (no se pide que sea cierta, porque no es un juez), no tiene por qué temer. Si fuera todo falso, habría injuria o calumnia”. En este caso, además, prevalecería el derecho a la información sobre el derecho al honor, al ser personas públicas.
¿Ahora qué?
El juez citará a declarar, pedirá pruebas y determinará si hay responsables a los que imputar un delito. En ese caso, se abrirá juicio oral.
Judicialmente no hay problema, claro, porque desde Exuperancia Rapú hasta ahora siempre puede acudirse a la justicia poética y aplicar el sentido común antes que el mismísimo principio de legalidad, pero, científicamente, la cosa es algo más compleja.
Los detectives privados -esos individuos oscuros de titulación sospechosa- son gente trabajadora y, por lo general, bastante honesta, que se dedica a asuntos bien concretos: obtener y aportar información y pruebas sobre conductas o hechos privados; investigar delitos perseguibles sólo a instancia de parte por encargo de los legitimados en el proceso penal; y vigilar ferias, hoteles, exposiciones o ámbitos análogos. Eso dice el Reglamento de Seguridad Privada, que se preocupa mucho de aclarar que “los detectives no podrán realizar investigaciones sobre delitos perseguibles de oficio, debiendo denunciar inmediatamente ante la autoridad competente cualquier hecho de esta naturaleza que llegará a su conocimiento y poniendo a su disposición toda la información y los instrumentos que pudieran haber obtenido, relacionados con dichos delitos”, de forma que “en ningún caso podrán utilizar para sus investigaciones medios personales o técnicos que atenten contra el derecho al honor, a la intimidad personal o familiar, a la propia imagen o al secreto de las comunicaciones”.
Vale. Pero ¿Y de lo de Aguirre, qué?
El diario Público recoge en su edición del martes un estupendo esquema/resumen de las implicaciones penales que pueden derivarse de la supuesta red de espías detectada en torno al PP de Madrid.
La cosa está, más o menos, así:
¿Cuál es el delito clave que evoca este caso?
La Comunidad de Madrid ya lo expuso en su denuncia: descubrimiento y revelación de secretos. El juez José Sierra reconoce que los hechos alegados “hacen presumir la existencia de una infracción penal” y por eso ordena abrir diligencias. Todos los expertos en Derecho Penal consultados por ‘Público’ coinciden en subrayar que, con los pocos datos de los que se dispone, se apunta a este delito, tipificado en los artículos 197 a 201 del Código Penal.
¿Seguir a una persona es delictivo?
No, a no ser que haya coacción. El 197.1 del Código Penal aclara que “el que, para descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sin su consentimiento, se apodere de sus papeles, cartas, mensajes de correo electrónico o cualesquiera otros documentos o efectos personales o intercepte sus telecomunicaciones o utilice artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción del sonido o de la imagen, o de cualquier otra señal de comunicación, será castigado con las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de 12 a 24 meses”. El espionaje al vicepresidente madrileño, Ignacio González, sí podría encajar con el artículo 197. Con Alfredo Prada, Manuel Cobo, Álvaro Lapuerta o Carmen Rodríguez Flores sólo habría habido seguimiento. Eso, en principio, no es punible, “a no ser que haya una finalidad (chantaje, por ejemplo), en cuyo caso hablaríamos de delito en grado de tentativa”, señala Ignacio Benítez, profesor de la Universidad de Jaén.
¿Es más grave que lo cometa una autoridad?
Sí. Lo dice el artículo 198 del Código Penal. La autoridad o funcionario público que, “prevaliéndose de su cargo”, cometa revelación de secretos, sufrirá una pena de dos a cuatro años de cárcel e inhabilitación de seis a 12 años. Serían castigados con igual condena los autores materiales y los inductores. Que sea seguido un cargo público no atenúa ni agrava la responsabilidad criminal (que por cierto, es de los individuos, nunca de la Administración).
¿Podría haber más castigo?
El resto de delitos posibles, coinciden los penalistas, son más difíciles de demostrar. Joan Carles Carbonell, catedrático de la Universidad de Valencia, cita la usurpación de atribuciones (al adjudicarse funciones policiales que no tiene la Comunidad). Y José María Suárez, de la Universidad de Granada, percibe indicios de delito cometido por funcionarios públicos en la persecución de una causa, pero sin respetar las garantías de la intimidad (artículos 534 a 536).
¿Cabe hablar de malversación?
Hay serias dudas, pues exige que se pruebe el ánimo de lucro. “Pero basta con que el funcionario público destine a usos ajenos a la función pública el dinero puesto a su cargo, como dice el artículo 433 del Código”, añade Carbonell. Alfonso Serrano Maíllo, penalista de la UNED, pide prudencia: “El Derecho Penal no sirve para separar el bien del mal; interviene en los casos más graves contra los bienes jurídicos más importantes”. Como completa Benítez, “hay que distinguir lo jurídico de lo político”. La prevaricación (dictar una resolución a sabiendas de que es injusta) es aún más compleja de probar.
¿Delinque quien informa?
Los penalistas no tienen duda: no. “Como han argüido el Supremo y el Constitucional”, apunta Lorenzo Morillas, catedrático de la Universidad de Granada, “si la información ofrecida por un periodista es veraz y contrastada (no se pide que sea cierta, porque no es un juez), no tiene por qué temer. Si fuera todo falso, habría injuria o calumnia”. En este caso, además, prevalecería el derecho a la información sobre el derecho al honor, al ser personas públicas.
¿Ahora qué?
El juez citará a declarar, pedirá pruebas y determinará si hay responsables a los que imputar un delito. En ese caso, se abrirá juicio oral.
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