Ya hemos escrito aquí muchas veces que, desde siempre, ha sido una tentadora afición del Estado restringir la libertad del individuo como única estrategia para evitar posibles abusos de terceros. Y si a eso le unimos la indolente hipocresía de perseguir, sin orden sistemático sostenible, unos tipos sí y otros no, tendremos como resultado una legislación penal injusta, arbitraria e interesada.
Y el resto de nuestra legislación, caracterizada por una peligrosa tendencia a lo cómodo y a lo simbólico -por encima de lo justo o lo necesario- no le anda a la zaga.
El Derecho, para la mayoría de los agentes jurídicos -incluidos los encargados de aplicarlo y gran parte de sus destinatarios- apenas es ya un conjunto finito e imperfecto de reglas de juego, huérfano de finalidad y objetivo, y sometido exclusivamente -y cuando convenga- a un decimonónico, vacío y malentendido principio de legalidad.
Sólo desde esta perspectiva puede explicarse una noticia como ésta, que nos da la oportunidad de observar a lo que se dedica nuestro decadente y posmoderno Gran Hermano.
La implacable y pesada maquinaria legal se moviliza. Temblemos.
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