BÁCULO Y GUÍA PARA MANEJARSE DECENTEMENTE POR LA MITOLOGÍA PENAL CONTEMPORÁNEA

lunes, 25 de mayo de 2009

soldado universal


Comprometido artículo de mi antiguo compañero Javier Chinchón en el diario Público del pasado viernes, donde rechaza, como al parecer también hacen algunos jueces de la Audiencia Nacional, la posibilidad de que se limite la competencia española en asuntos de “jurisdicción universal”.

La llamada jurisdicción universal, como saben bien mis alumnos, reconoce la competencia de España para juzgar comportamientos cometidos en el extranjero, por ciudadanos españoles o extranjeros, y sean o no constitutivos de delito en el lugar de comisión, siempre que se trate de genocidio; terrorismo; piratería y apoderamiento ilícito de aeronaves; falsificación de moneda extranjera; relativos a la prostitución y corrupción de menores o incapaces; tráfico ilegal de drogas psicotrópicas, tóxicas y estupefacientes; tráfico ilegal o inmigración clandestina de personas; relativos a la mutilación genital femenina -siempre que, en este caso, los responsables se encuentren en España-; y cualquier otro que, según los tratados o convenios internacionales, deba ser perseguido en España (art. 23.4 LOPJ).

Esta extensión de competencia (una persona lega en derecho podría plantearse, muy acertadamente, que España sólo debería conocer y juzgar delitos cometidos en España), resultaba lógica y, hasta cierto punto, necesaria, hace treinta años, cuando cabía pensar que los responsables de crímenes de estado (Chile, Argentina, Guatemala) o miembros de poderosos e influyentes clanes de la droga o del tráfico de blancas (Colombia, Tailandia) podían refugiarse en la “manipulada” legislación de sus respectivos países -dóciles con los que habían sido o eran sustento económico, sociológico o político de sus economías-, y pasearse libres por el mundo -bañándose, por ejemplo, en Marbella-, evitando las consecuencias derivadas de hechos cuya lesividad trascendía a las de las concretas víctimas y alcanzaba a la Comunidad Internacional en su conjunto.

Este tipo de respuesta legal -contundente y precisa-, frente a los posibles abusos de los “macro delincuentes”, fue similar en varios países de Europa (como Bélgica, Dinamarca, Suecia, Italia o Alemania, que no querían dar cobijo a dictadores asesinos, traficantes corruptos o gánsteres multimillonarios), y venía a paliar la incapacidad de la comunidad internacional para actuar de manera conjunta, coherente y unificada ante estos casos (la ONU llevaba desde los tiempos del Tratado de Versalles y los años que siguieron a la primera Guerra Mundial buscando -infructuosamente- la forma de crear un Derecho penal internacional que fuera comúnmente válido y generalizadamente aceptado en todo el mundo civilizado).

Pero las cosas han cambiado mucho. Por un lado, los europeos vamos asumiendo (¡por fin!) la idea de que el resto del planeta no es el tercer mundo legal, sino que, como nosotros, va arbitrando mecanismos internos que impiden la impunidad de los grandes delincuentes (hayan sido sus dirigentes políticos o no), al mismo tiempo que la comunidad internacional (amén de la creación de tribunales internacionales ad hoc, como los de Ruanda o la antigua Yugoeslavia) ha dado un paso de gigante a la hora de poner coto a los delitos más graves contra los derechos humanos: el 17 de julio de 1998 se aprobó el Estatuto de la Corte Penal Internacional, que España ratificó por Ley Orgánica de 4 de octubre de 2000, y que reconoce la competencia material de la Corte para la persecución de los crímenes de genocidio, de lesa humanidad, de guerra y de agresión.

Nuestra función ya no es (verdaderamente no lo fue nunca) la de “gendarme universal”, paladín omnipresente de todas las víctimas del mundo y justiciero insobornable frente a sátrapas y dictadores, y ese fue el parecer manifestado por nuestro Tribunal Supremo -por todas, ver las sentencias del 8-3-2004 y 25-2-2003-, que en su momento trató de aclarar el conflicto especificando que “la competencia a los Tribunales españoles para la persecución de determinados delitos propios de la jurisdicción universal debía basarse en los siguientes puntos:
1ª) Que “hoy tiene un importante apoyo en la doctrina la idea de que no le corresponde a ningún Estado en particular ocuparse unilateralmente de estabilizar el orden, recurriendo al Derecho Penal, contra todos y en todo el mundo, sino que más bien hace falta un punto de conexión que legitime la extensión extraterritorial de su jurisdicción”.
2ª) Que, en el artículo VIII del Convenio contra el genocidio, se establece que cada parte contratante puede “recurrir a los órganos competentes de las Naciones Unidas a fin de que éstos tomen, conforme a la Carta de las Naciones Unidas, las medidas que juzguen apropiadas para la prevención y represión de actos de genocidio”, como ha ocurrido con la creación de los Tribunales Internacionales para la ex Yugoslavia y para Ruanda.
3ª) Que “el principio de no intervención en asuntos de otros Estados (artículo 27 de la Carta de las Naciones Unidas) admite limitaciones en lo referente a hechos que afectan a los derechos humanos, pero estas limitaciones sólo son inobjetables cuando la posibilidad de intervención sea aceptada mediante acuerdos entre Estados o sea decidida por la Comunidad Internacional”; y, a este respecto, se cita expresamente lo dispuesto en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.
4ª) Que, en los Tratados Internacionales relativos a estas materias, “se plasman criterios de atribución jurisdiccional basados generalmente en el territorio o en la personalidad activa o pasiva, y a ellos se añade el compromiso de cada Estado para perseguir los hechos, sea cual sea el lugar de comisión, cuando el presunto autor se encuentre en su territorio y no conceda la extradición, previendo así una reacción ordenada contra la impunidad, y suprimiendo la posibilidad de que existan Estados que sean utilizados como refugio. Pero no se ha establecido expresamente en ninguno de esos tratados que cada Estado parte pueda perseguir, sin limitación alguna y acogiéndose solamente a su legislación interna, los hechos ocurridos en territorio de otro Estado”.


El sentido común debe ser la guía básica en la regulación y resolución de asuntos jurídicos. España, efectivamente, no puede permitir que grandes delincuentes amnistiados o ignorados por la corrupta justicia penal de sus respectivos países se refugien impunemente en nuestro territorio. La más elemental sensibilidad jurídica y moral lo impediría. Pero de ahí a arrogarnos la competencia para pedir la detención y extradición de estos sujetos, estén donde estén, dista un mundo. Ni el mencionado sentido común lo aconseja, ni el moderno desarrollo del Derecho penal internacional lo justifica, ni nuestra propia situación político-criminal (inseguridad interna creciente, colapso de los tribunales, necesidad improrrogable de una reforma procesal) lo permite.

Cosa distinta es la deficiente redacción de nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial, que es susceptible -como hemos visto- de múltiples interpretaciones…, pero que dice lo que dice. El Tribunal Constitucional, en sentencia de 26-8-2005, y después de dejar claro que “resulta harto discutible, a este respecto, la regla en la costumbre internacional”, concluye que, más allá de optar por una u otra interpretación, son inválidas todas aquellas que vulneren el derecho a una tutela judicial efectiva (art. 24 de la Constitución Española), aunque tengan su base en una concepción muy amplia del principio de justicia universal consagrado en el art. 23.4 LOPJ.

Así las cosas, no me parece inidóneo el camino escogido por PSOE y PP: cambiar la ley para amoldarla al nuevo escenario, a las nuevas prácticas internacionales y, sobre todo, a la razón más elemental. Porque continuar con una legislación que permite una interpretación tan amplia de nuestra competencia respecto a estos supuestos sólo puede dar lugar a la proliferación de injusticias (¿por qué procesar a Pinochet y no a Fidel Castro?), al desarrollo ilegítimo de egos (¿quién no conoce a Garzón o a Pedraz? O, si lo prefieren ¿quién les conocería si no fuera por ser los instructores de estos casos?), y a la peligrosa posibilidad de tener que aceptar alguna vez la intromisión de otros países en asuntos propios (Carrillo/Paracuellos, negociación con ETA, participación de Aznar en la Guerra del Golfo…), que ya creíamos archivados o suficientemente superados.

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