De vez en cuando ocurren cosas asombrosas. Por ejemplo, que un alto cargo responda penalmente como consecuencia de la realización de actividades irregulares graves.
Esto, que quizá debiera ser celebrado, resulta, sin embargo, altamente sospechoso. ¿Por qué ahora?, ¿por qué este caso? Es un lugar común la referencia a la absoluta impunidad de políticos, grandes empresarios, altos funcionarios, ricos de cuna o estafa, y mandatarios de la cosa en general, por lo que llama todavía más la atención el castigo puntual y concreto de alguno de ellos.
La justicia penal -y me refiero a todo el sistema penal, a todos sus agentes y a todas sus fuentes y procesos- está obsoleta. Nuestros códigos se basan en la prevención ante -y la lucha contra- un delincuente común, anticuado y decimonónico, que se dedica a robar bancos por medio del butrón, a estafar inocentes utilizando el timo del nazareno, y a terminar con la vida de sus conciudadanos por motivos viscerales y, a veces, casi prehistóricos, pero que dista mucho de poder abarcar toda la rica y variada fauna delictual de nuestros días.
Y es que la criminología ha evolucionado mucho desde Lombroso. El delincuente ya no sólo obedece a esa imagen cuasi cómica de infraser analfabeto, inmoral y sin escrúpulos, que ataca y roba a las buenas personas (que todavía existe), sino que ha desarrollado otros perfiles, más modernos, más sofisticados, más cínicos, que han dado lugar a individuos especializados en delitos de cuello blanco, en delitos contra la ordenación del territorio, en delitos de corrupción o en delitos contra los derechos de los trabajadores.
Son tipos con traje y carrera universitaria, interesantes cuentas corrientes y bastante buena educación, que han conseguido hacer de su actuar delictivo e hipócrita una forma de vida, de modo que ni ellos mismos son conscientes de la tipicidad de sus actuaciones. Ante la manifiesta impunidad de lo que hacen (de hecho, todos hacen lo mismo…), este tipo de delincuente pierde la noción antijurídica de sus actos y vive convencido de lo valorativamente aséptico de su comportamiento. Acostumbrado a “hacer de su capa un sayo”, a recalificar terrenos de acuerdo con sus exclusivos intereses, a certificar documentos públicos según convenga, a contratar o adjudicar obras en función de amistades y enemistades, y a saltarse a la torera el estatuto de los trabajadores en pro del pleno empleo y el crecimiento económico, ¿quién -y cómo- le podrá decir que ha cometido un delito, si no mata, no viola y no detiene ilegítimamente a nadie?
Entre entradas y salidas de terroristas de la cárcel, ingresos de pederastas, procesamiento de presuntos homicidas y castigo de narcotraficantes, siempre llama la atención que se dicte una sentencia en contra de uno de estos confiados y asombrados mangantes.
Pero ese es precisamente el problema. Por un lado, cuántos Vicentes Navarro andarán por ahí, tranquilos e inconscientes, seguros de que la cosa no va con ellos. Y por otro, por qué Vicente Navarro, quién ha dejado de protegerle, quién ha dispuesto utilizarlo como chivo expiatorio, quién ha decidido tirar de la cadena, vaciar la cisterna y esperar otros cuantos lustros hasta que la cosa empiece a apestar de nuevo.
2 comentarios:
Restulta muy agradable tener algún motivo para descubrirse. Se agradece el soplo de aire fresco, que tan bien sienta a los pulmones.
estambul, pág. 17
¿Por qué aquí?, ¿por qué ahora?
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Y, ¿por qué no?.
Hay quien completa obras y a quien las obras le completan.
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