
Hablamos, imagino, de la Justicia civil, no de la penal, pero intuyo que también hablamos del negocio de la justicia, no de la existencia de una autoridad imparcial, independiente y fiable que resuelva conflictos entre ciudadanos ateniéndose a la razón, al derecho y a la equidad. Hablamos, digo yo, de Nike y Coca-cola frente a Adidas y Pepsi-cola (que quieren plagiarse modelos de utilidad y fórmulas mágicas, o arrebatarse territorios exclusivos de venta), y que no nos referimos a familias estafadas por ficticios vendedores de pisos, ni a propietarios de casas con inquilinos morosos, ni a personas legítimamente dubitativas frente a farragosos contratos que les comprometen a una cosa pero les hacen pagar por otra.
Que a los negociantes y a los mercaderes se les quiera privatizar el trapicheo no es mala idea. Para esos casos, la mediación y las cortes de arbitraje, públicas o privadas, pueden funcionar como eficaz desatascador. Pero otra cosa es el acceso a la Justicia del individuo anónimo e indefenso, la tutela judicial efectiva de sus legítimos intereses, que no puede privatizarse ni limitarse. Diríase que, en las últimas décadas, nos sentimos impulsados por una irresistible necesidad de enriquecernos, aún a costa de prostituir valores, virtudes, principios o profesiones, pero la respuesta frente a tanta insensatez no puede consistir en la restricción de derechos ni en la claudicación de nuestras instituciones frente a tanta bajeza y pillería.
Que se apliquen las costas procesales con rigor y sensatez, sin automatismos, y que se penalice el uso torticero, ventajista y ruin de nuestra Justicia. Pero no matemos moscas a cañonazos y, en nombre de la pureza en la litigiosidad, la acabemos pagando, como siempre, con los engañados, los explotados, los indefensos y los mansos.
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