Esto de las huelgas de hambre es complejo. Y me refiero a la complejidad que entraña tener que decidir si se debe permitir al huelguista llevar a cabo su decisión hasta las últimas consecuencias o, si por el contrario, se le debe alimentar coactivamente, cuando el riesgo para la vida o la integridad física del suicida es inminente.
Desde un punto de vista penal, el dilema se traduce en que, si dejamos morir al huelguista, podríamos estar cometiendo un delito de omisión del deber de socorro (o incluso un homicidio -si el omitente tiene algún deber específico de actuación con vistas a preservar la vida del suicida-), pero si le alimentamos obligatoriamente, podemos estar cometiendo un delito de coacciones (o incluso un delito contra la dignidad).
El conflicto no tendría lugar si el suicida decidiera quitarse la vida en su casa, o en un bosque perdido, o aprovechando la bajamar, ahogándose en las frías aguas de la costa cantábrica en las intempestivas horas de la madrugada. Pero la cosa parece cambiar si el personalísimo y supuestamente íntimo acto de morir -o mejor dicho, de matarse- implica a terceros.
Desde las Sentencia del TC de 17 de enero y 19 de julio de 1990, hasta la discutibilísima (no sé si existe esa palabra) del 18 de julio de 2002, la jurisprudencia de nuestros tribunales ha venido a decir algo así como que no vale chantajear al Estado con la amenaza de matarse. Que si uno va la cárcel, es para cumplir la pena; y que si uno va al hospital, es para curarse. Y que existiendo esa especial “relación de sujeción”, voluntaria o impuesta, entre el individuo y la Administración (preso-centro penitenciario; enfermo-hospital), el que quiera morirse -o mejor dicho, matarse- tendrá que esperar a salir de prisión, o a recibir el alta hospitalaria. Mientras eso no ocurra, y llegados a un caso de conflicto, el Estado podría actuar autónoma y coactivamente, de forma que pudiese cumplir con su “deber de velar por la vida, integridad y salud” del preso o del enfermo.
Pero no todos los casos se dan en la cárcel o en el hospital, sino que pueden tener lugar en la calle, en una casa o, pongamos por caso, en el vestíbulo de una sucursal del BBVA, y para resolver esos supuestos no basta con acudir a la “especial relación de sujeción”.
A este respecto, ya hemos dicho muchas veces que uno de los pilares básicos sobre los que se asienta nuestra civilización es el respecto incuestionable por la libertad del individuo. Con todas las consecuencias, buenas y malas, cómodas e incómodas, que ello pueda conllevar, y sometido a los únicos límites de respeto por el ejercicio de la libertad ajena y los derechos fundamentales del prójimo, discutir a estas alturas el derecho de cualquier persona a disponer de su propia vida se me antoja algo inconsistente y absurdo. Pero igual de inconsistente y absurdo que resulta pretender que el ejercicio libre de ese derecho pueda hacerse depender de algo que no sea la propia decisión del individuo.
Hay una cierta actitud paternalista en nuestros gobernantes hacia concretas manifestaciones del ejercicio de la libertad (como por ejemplo, el quererse morir) que es utilizada hábilmente por algunas personas para chantajear o amenazar al Estado, de forma que se advierte “con ejercer un derecho propio” si no son atendidas ciertas reivindicaciones. Más allá de que son muy raros los casos de fallecimiento por huelga de hambre (bien porque desiste el suicida -en la mayoría de los casos-, bien porque actúa la Administración) y que la mayoría de los supuestos son oscuros e imprecisos (por lo que no está de más que, mientras no exista una normativa clara e inequívoca al respecto -¿testamento vital?-, o pueda deducirse claramente de las circunstancias, deba subsistir en nuestra legislación el deber de socorrer al necesitado), el resto de casos debería resolverse sin miedo ni sentimiento de culpa, de forma que se permitiera al individuo ejercer plenamente su libertad hasta sus últimas consecuencias.
Sólo cuestiones de orden público aconsejarían una actuación de la Administración (de hecho, el propio Código Penal recoge la atipicidad de los comportamientos coercitivos contra la libertad individual por parte de la Administración "cuando ésta esté autorizada para ello"), no tanto para impedir el ejercicio de un derecho fundamental, sino para que una de sus manifestaciones (por ejemplo, suicidarse colgándose de un árbol en plena calle, o tirándose por un puente sobre una autopista, o dejándose morir de hambre en los sillones de un aeropuerto) no se realizara en lugares públicos, transitados habitualmente por mucha gente, e inequívocamente inidóneos para realizar una actividad tan supuestamente íntima y delicada como dejarse morir.
Desde un punto de vista penal, el dilema se traduce en que, si dejamos morir al huelguista, podríamos estar cometiendo un delito de omisión del deber de socorro (o incluso un homicidio -si el omitente tiene algún deber específico de actuación con vistas a preservar la vida del suicida-), pero si le alimentamos obligatoriamente, podemos estar cometiendo un delito de coacciones (o incluso un delito contra la dignidad).
El conflicto no tendría lugar si el suicida decidiera quitarse la vida en su casa, o en un bosque perdido, o aprovechando la bajamar, ahogándose en las frías aguas de la costa cantábrica en las intempestivas horas de la madrugada. Pero la cosa parece cambiar si el personalísimo y supuestamente íntimo acto de morir -o mejor dicho, de matarse- implica a terceros.
Desde las Sentencia del TC de 17 de enero y 19 de julio de 1990, hasta la discutibilísima (no sé si existe esa palabra) del 18 de julio de 2002, la jurisprudencia de nuestros tribunales ha venido a decir algo así como que no vale chantajear al Estado con la amenaza de matarse. Que si uno va la cárcel, es para cumplir la pena; y que si uno va al hospital, es para curarse. Y que existiendo esa especial “relación de sujeción”, voluntaria o impuesta, entre el individuo y la Administración (preso-centro penitenciario; enfermo-hospital), el que quiera morirse -o mejor dicho, matarse- tendrá que esperar a salir de prisión, o a recibir el alta hospitalaria. Mientras eso no ocurra, y llegados a un caso de conflicto, el Estado podría actuar autónoma y coactivamente, de forma que pudiese cumplir con su “deber de velar por la vida, integridad y salud” del preso o del enfermo.
Pero no todos los casos se dan en la cárcel o en el hospital, sino que pueden tener lugar en la calle, en una casa o, pongamos por caso, en el vestíbulo de una sucursal del BBVA, y para resolver esos supuestos no basta con acudir a la “especial relación de sujeción”.
A este respecto, ya hemos dicho muchas veces que uno de los pilares básicos sobre los que se asienta nuestra civilización es el respecto incuestionable por la libertad del individuo. Con todas las consecuencias, buenas y malas, cómodas e incómodas, que ello pueda conllevar, y sometido a los únicos límites de respeto por el ejercicio de la libertad ajena y los derechos fundamentales del prójimo, discutir a estas alturas el derecho de cualquier persona a disponer de su propia vida se me antoja algo inconsistente y absurdo. Pero igual de inconsistente y absurdo que resulta pretender que el ejercicio libre de ese derecho pueda hacerse depender de algo que no sea la propia decisión del individuo.
Hay una cierta actitud paternalista en nuestros gobernantes hacia concretas manifestaciones del ejercicio de la libertad (como por ejemplo, el quererse morir) que es utilizada hábilmente por algunas personas para chantajear o amenazar al Estado, de forma que se advierte “con ejercer un derecho propio” si no son atendidas ciertas reivindicaciones. Más allá de que son muy raros los casos de fallecimiento por huelga de hambre (bien porque desiste el suicida -en la mayoría de los casos-, bien porque actúa la Administración) y que la mayoría de los supuestos son oscuros e imprecisos (por lo que no está de más que, mientras no exista una normativa clara e inequívoca al respecto -¿testamento vital?-, o pueda deducirse claramente de las circunstancias, deba subsistir en nuestra legislación el deber de socorrer al necesitado), el resto de casos debería resolverse sin miedo ni sentimiento de culpa, de forma que se permitiera al individuo ejercer plenamente su libertad hasta sus últimas consecuencias.
Sólo cuestiones de orden público aconsejarían una actuación de la Administración (de hecho, el propio Código Penal recoge la atipicidad de los comportamientos coercitivos contra la libertad individual por parte de la Administración "cuando ésta esté autorizada para ello"), no tanto para impedir el ejercicio de un derecho fundamental, sino para que una de sus manifestaciones (por ejemplo, suicidarse colgándose de un árbol en plena calle, o tirándose por un puente sobre una autopista, o dejándose morir de hambre en los sillones de un aeropuerto) no se realizara en lugares públicos, transitados habitualmente por mucha gente, e inequívocamente inidóneos para realizar una actividad tan supuestamente íntima y delicada como dejarse morir.
4 comentarios:
PROFESOR SR. FONTAN.
Bastante y mas bastante ( bastantísimo) evidentemente mas bastante bien ( confió en no estar utilizando una hipérbole ) , algunos Sres. Catedráticos de Derecho Constitucional y Expertos en asuntos Médico-Legales, dan su opinión en diversos medios de comunicación sobre el tan traído y llevado “ caso de la Sra. Haidar “, lo cierto que las opiniones de tan refutados Juristas ( que creo que es muy bueno para los estudiosos del Derecho ) se publican `` demasiado extractadas ( no quiero decir que se hagan por la línea editorial de los diferentes medios de prensa….. ) la verdad es que alguna que otra vez y otra mas no me entero y no sé realmente lo que quieren decir , soy muy profano en este saber ( por supuesto ninguno moja la galleta en la leche…. , por si la leche esta agria ) , nadie se pone de acuerdo en lo que se debe hacer.
Todo el mundo está corriendo un” tupido velo”, sobre el problema inicial de este caso.
¿Pregunto Profesor FONTAN?
¿Vd. No cree que hay que aplicar la Ley de Extranjería, pidiendo responsabilidades a los cargos públicos que han dado lugar a este problema.? (1), en base a :
Si la Sra. Haidar, presuntamente ( no he visto la fecha de concesión ) le habían concedido un Permiso Temporal de Residencia en España porque precisaba un tratamiento médico ( único motivo de otorgárselo ) y voluntariamente, en dependencias públicas ( aeropuerto ) , con publicidad internacional y en declaración ante notario ( forma fehaciente para dejar constancia ), no quiere el mismo decidiendo que no quiere tratamiento alguno, no es el citado Permiso nulo o sin efecto, ha prescrito o en su defecto ha caducado , pregunto la solución ¿.
Y puede ser que se haya hecho con intención de chantajear y amenazar al Estado de España ( para no dañar sensibilidades ) …… , por ser nuestro Estado Democrático, si bien nuestro Estado ESTA poco ducho en problemas Internacionales ).
(1) Si así no lo hacen hay que aplicar nuestro Código Penal, a pesar del Fiscal General del Estado y………….
DIFICIL SOLUCION, NO CREE VD. RAFA.
JUAN DE DIOS DE BAILEN
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Rafa, aunque tenga mucho trabajo haga un hueco para no abandonar !"EL BASTON DE TIRESIAS", posiblemente crea que no le merece la pena, sin embargo debo manifestarle que personalmente a mi si, y creo que a mucha mas gente.
Si quiere meter algo de Criminologia,( no importa ) a mi me gusta pero no paralice su creacion, seguro que mis comentarios no son muy acertados, pero siempre se ha dicho que con un buen Profesor, leyendo y estudiando se aprende
Juan de Dios de Bailen
Después de mucho tiempo sin saber de esta pobre mujer, parece ser que Haidar volvió a casa ya hace tiempo... Ahora parece que la mantienen en un régimen entre "semi- arresto domiciliario" y "escolta permanente"...
Marruecos nunca nos dejará de sorprender, pero lo que pasa en nuestro país tampoco...
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