Una de las ventajas de trabajar como profesor universitario consiste en tener acceso directo e inmediato al conocimiento que, sobre las más variadas disciplinas, poseen y cultivan muchos de mis colegas.
Hace unas cuantas jornadas, me vi envuelto en la enésima tertulia en la que se discutía sobre si debía entenderse la libertad de expresión como un medio para contribuir a la mejora de la sociedad, o si, al contrario, debía entenderse como un derecho esencial del individuo, no sometido a valoración de utilidad ni positiva ni negativa.
Si el hombre vive en sociedad -se argumentó-, sus derechos y libertades deben tener como principal límite los derechos y libertades de los demás. No tendría lógica jurídica que tuviera que respetarse el derecho de un individuo a, por ejemplo, proclamar su deseo de exterminar un colectivo, y no reconocer igualmente el derecho de cualquier individuo de ese colectivo a no vivir con esa "amenaza". En este sentido -se concluía-, si ya nadie cuestiona que la libertad de expresión tiene, entre otros límites, los derechos al honor, la intimidad y la propia imagen ¿cabría decir que vale más el honor de una persona que su necesidad de vivir sin la espada de la amenaza encima?
Tratándose de la protección penal de derechos fundamentales la cosa se complica. Fuera de los casos evidentes de apología, ¿cuándo comienza la amenaza social que permite limitar el ejercicio del derecho individual?, ¿cuando se niega el Holocausto?, ¿cuando se porta una bandera?
¿Usted qué opina?
2 comentarios:
En realidad son varias las cuestiones que Ud. plantea en su artículo y no resulta fácil dar la opinión que solicita, sobre todo para un alumno de Primer Curso de Derecho Penal, cuando el interlocutor es un profesor de la disciplina.
No obstante, en mi atrevimiento, y yendo por partes, empezaría señalando que, a mi juicio, la libertad de expresión cumple la función de contribuir a mejorar la sociedad y no es antagónico este hecho con la posición que ocupa en la Constitución como derecho esencial del individuo. Efectivamente, la libertad de expresión participa en la mejora de la sociedad porque ayuda a crear opinión dando cabida en los diferentes foros a todas las opciones posibles y a todos los colectivos existentes (al menos en teoría) para que viertan sus opiniones respectivas y, de este modo, favorece el pluralismo que es un principio básico de la democracia. Esto no quiere decir que se esté haciendo una valoración —positiva o negativa— pues, si así fuera, habría que empezar a limitar este derecho cuando se considerase que se está ejerciendo inadecuadamente y ello implicaría siempre la práctica de una valoración subjetiva. Por ejemplo: haciendo una “valoración de la utilidad negativa” que reporta a la sociedad en su conjunto el uso que se hace de este derecho en las mañanas radiofónicas ¿habría que cerrarle el micrófono a Jiménez Losantos por crispar la vida política; por insultar al Gobierno (y a todo bicho viviente); por sus mensajes guerracivilistas; por su falta de rigor informativo;...? Evidentemente no. Ni siquiera por todo ello.
Sin embargo sí hemos de reconocer una limitación a la libertad de expresión que ya fue configurada por el constituyente al situarla en el mismo nivel (Título I): el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen. Y es jurídicamente lógico porque afecta a la dignidad de la persona y, cualquier intromisión en la vida íntima carece realmente de interés social desde el punto de vista de la mejora de la sociedad a que me refería más arriba. Otra cosa es el interés mediático cuantificado en niveles de audiencia. Otro ejemplo: a la sociedad no le aporta nada la supuesta crisis matrimonial Aznar-Botella como consecuencia de una presunta infidelidad, que no es delito; pero sí es jurídicamente reprochable la intromisión de los medios de comunicación en la vida privada del expresidente y la concejala. En cambio debería ser considerada lícita la opinión que algunos mantenemos acerca de la posible responsabilidad penal en que podría haber incurrido el Sr. Aznar, cuando era Presidente del Gobierno, como coautor de un presunto delito de genocidio, derivado de la participación de España en la guerra ilegal contra una Nación soberana como Irak con la única intención de derrocar su gobierno, y que posiblemente tuvo como consecuencia la masacre del 11-M en Madrid. Esto es relevante porque, cuando menos, hay responsabilidades políticas.
Con respecto a la protección penal de los derechos fundamentales, la pregunta estrella de su artículo parece ser la que plantea el momento en que comienza la amenaza social que justifica o aconseja la limitación del derecho fundamental que nos ocupa. Pues es sencillo, dentro de la evidente complejidad: la solución está en el respeto a la Constitución y la aplicación del ordenamiento jurídico con toda contundencia (contra la injuria, querella. Contra la vulneración de un derecho constitucionalmente protegido, el amparo previsto). Principios constitucionales como la igualdad ante la ley se están viendo vulnerados cuando, a mi entender, se aplica la Ley de Partidos, ya de por sí de dudosa constitucionalidad, para ilegalizar Batasuna y similares; cuando Democracia Nacional y similares también presentan candidaturas en diferentes confrontaciones electorales sin traba alguna. Negar el Holocausto es una “opinión” que puede dañar moralmente a las víctimas y su entorno; pero la verdadera amenaza social es (fue) el Holocausto en sí mismo. De la misma manera (y en una línea muy parecida), daña moralmente a los republicanos españoles la “opinión” de que la II República fue la causante de la Guerra Civil, cuando lo verdaderamente amenazador para la sociedad es (fue) la Guerra Civil propiamente dicha. El portar una bandera con el águila de San Juan es inconstitucional, como seguramente lo es también ondear la bandera tricolor; pero ninguna de las dos enseñas supone una amenaza por sí misma para la sociedad, como no lo es tampoco, a mi juicio, ninguna clase de apología (de la apología y de su conveniencia como tipo penal había que hablar en otro momento). Se trata de casos de peligrosidad predelictual y por tanto de una medida preventiva monista que encaja mal, siempre a mi juicio, con el planteamiento dualista de nuestro Derecho Penal.
Resumiendo, y en palabras del propio Tribunal Constitucional, «La expresión de una idea no puede delinquir».
En realidad son varias las cuestiones que Ud. plantea en su artículo y no resulta fácil dar la opinión que solicita, sobre todo para un alumno de Primer Curso de Derecho Penal, cuando el interlocutor es un profesor de la disciplina.
No obstante, en mi atrevimiento, y yendo por partes, empezaría señalando que, a mi juicio, la libertad de expresión cumple la función de contribuir a mejorar la sociedad y no es antagónico este hecho con la posición que ocupa en la Constitución como derecho esencial del individuo. Efectivamente, la libertad de expresión participa en la mejora de la sociedad porque ayuda a crear opinión dando cabida en los diferentes foros a todas las opciones posibles y a todos los colectivos existentes (al menos en teoría) para que viertan sus opiniones respectivas y, de este modo, favorece el pluralismo que es un principio básico de la democracia. Esto no quiere decir que se esté haciendo una valoración —positiva o negativa— pues, si así fuera, habría que empezar a limitar este derecho cuando se considerase que se está ejerciendo inadecuadamente y ello implicaría siempre la práctica de una valoración subjetiva. Por ejemplo: haciendo una “valoración de la utilidad negativa” que reporta a la sociedad en su conjunto el uso que se hace de este derecho en las mañanas radiofónicas ¿habría que cerrarle el micrófono a Jiménez Losantos por crispar la vida política; por insultar al Gobierno (y a todo bicho viviente); por sus mensajes guerracivilistas; por su falta de rigor informativo;...? Evidentemente no. Ni siquiera por todo ello.
Sin embargo sí hemos de reconocer una limitación a la libertad de expresión que ya fue configurada por el constituyente al situarla en el mismo nivel (Título I): el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen. Y es jurídicamente lógico porque afecta a la dignidad de la persona y, cualquier intromisión en la vida íntima carece realmente de interés social desde el punto de vista de la mejora de la sociedad a que me refería más arriba. Otra cosa es el interés mediático cuantificado en niveles de audiencia. Otro ejemplo: a la sociedad no le aporta nada la supuesta crisis matrimonial Aznar-Botella como consecuencia de una presunta infidelidad, que no es delito; pero sí es jurídicamente reprochable la intromisión de los medios de comunicación en la vida privada del expresidente y la concejala. En cambio debería ser considerada lícita la opinión que algunos mantenemos acerca de la posible responsabilidad penal en que podría haber incurrido el Sr. Aznar, cuando era Presidente del Gobierno, como coautor de un presunto delito de genocidio, derivado de la participación de España en la guerra ilegal contra una Nación soberana como Irak con la única intención de derrocar su gobierno, y que posiblemente tuvo como consecuencia la masacre del 11-M en Madrid. Esto es relevante porque, cuando menos, hay responsabilidades políticas.
Con respecto a la protección penal de los derechos fundamentales, la pregunta estrella de su artículo parece ser la que plantea el momento en que comienza la amenaza social que justifica o aconseja la limitación del derecho fundamental que nos ocupa. Pues es sencillo, dentro de la evidente complejidad: la solución está en el respeto a la Constitución y la aplicación del ordenamiento jurídico con toda contundencia (contra la injuria, querella. Contra la vulneración de un derecho constitucionalmente protegido, el amparo previsto). Principios constitucionales como la igualdad ante la ley se están viendo vulnerados cuando, a mi entender, se aplica la Ley de Partidos, ya de por sí de dudosa constitucionalidad, para ilegalizar Batasuna y similares; cuando Democracia Nacional y similares también presentan candidaturas en diferentes confrontaciones electorales sin traba alguna. Negar el Holocausto es una “opinión” que puede dañar moralmente a las víctimas y su entorno; pero la verdadera amenaza social es (fue) el Holocausto en sí mismo. De la misma manera (y en una línea muy parecida), daña moralmente a los republicanos españoles la “opinión” de que la II República fue la causante de la Guerra Civil, cuando lo verdaderamente amenazador para la sociedad es (fue) la Guerra Civil propiamente dicha. El portar una bandera con el águila de San Juan es inconstitucional, como seguramente lo es también ondear la bandera tricolor; pero ninguna de las dos enseñas supone una amenaza por sí misma para la sociedad, como no lo es tampoco, a mi juicio, ninguna clase de apología (de la apología y de su conveniencia como tipo penal había que hablar en otro momento). Se trata de casos de peligrosidad predelictual y por tanto de una medida preventiva monista que encaja mal, siempre a mi juicio, con el planteamiento dualista de nuestro Derecho Penal.
Resumiendo, y en palabras del propio Tribunal Constitucional, «La expresión de una idea no puede delinquir».
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