Desde las listas públicas de pederastas hasta las persecuciones a micrófono y cámara descubierta de presuntos maltratadores, en España nos hemos ido acostumbrado a convivir, con cierta naturalidad y sin vergüenza, con las manifestaciones más pornográficamente atentatorias contra la dignidad del ser humano.
Abierta la veda, encendida la llama, dado el aviso, no se hace necesario esperar (¿para qué?) a la lectura objetiva de un juez, al análisis pausado de un tribunal, o a la comprobación meticulosa de una denuncia. Y, cumplida la pena, más de lo mismo: la penitencia hay que pagarla a base de medidas, registros, pulseras, estigmas y fotografías. De aquí a la eternidad, como decía la película.
Nos aterraba, hace algunos años, la absoluta naturalidad con la que algunos administradores públicos de justicia inculpaban, acusaban y procesaban al prójimo, cobardemente parapetados en imprecisas querellas, subjetivas sospechas y poco comprobados indicios. ¡Bendito temor! Hoy son las televisiones, o los periódicos, o las radios, las que, a través de sus programas y sus intrépidos reporteros, reparten justicia y orden entre los sufridos e ignorantes ciudadanos.
El estropicio vital y personal que supone un ingreso en prisión es el coste necesario -y quizá inevitable- que un Estado de Derecho moderno debe asumir en beneficio del mantenimiento de la seguridad ciudadana, el respeto a las víctimas, la consecución de unos mínimos parámetros de prevención, y el suficiente aseguramiento, o tratamiento, de los impúdicos delincuentes. Pero esa es, o debería ser, la solución extrema -y la consecuencia última-, de un proceso riguroso y profundo de comprobación de hechos y culpabilidades y de determinación de responsabilidades. La pena no lleva aparejada otras humillaciones extraordinarias ni otros estigmas añadidos. Y el inicio del proceso tampoco debería llevarlos.
Abierta la veda, encendida la llama, dado el aviso, no se hace necesario esperar (¿para qué?) a la lectura objetiva de un juez, al análisis pausado de un tribunal, o a la comprobación meticulosa de una denuncia. Y, cumplida la pena, más de lo mismo: la penitencia hay que pagarla a base de medidas, registros, pulseras, estigmas y fotografías. De aquí a la eternidad, como decía la película.
Nos aterraba, hace algunos años, la absoluta naturalidad con la que algunos administradores públicos de justicia inculpaban, acusaban y procesaban al prójimo, cobardemente parapetados en imprecisas querellas, subjetivas sospechas y poco comprobados indicios. ¡Bendito temor! Hoy son las televisiones, o los periódicos, o las radios, las que, a través de sus programas y sus intrépidos reporteros, reparten justicia y orden entre los sufridos e ignorantes ciudadanos.
El estropicio vital y personal que supone un ingreso en prisión es el coste necesario -y quizá inevitable- que un Estado de Derecho moderno debe asumir en beneficio del mantenimiento de la seguridad ciudadana, el respeto a las víctimas, la consecución de unos mínimos parámetros de prevención, y el suficiente aseguramiento, o tratamiento, de los impúdicos delincuentes. Pero esa es, o debería ser, la solución extrema -y la consecuencia última-, de un proceso riguroso y profundo de comprobación de hechos y culpabilidades y de determinación de responsabilidades. La pena no lleva aparejada otras humillaciones extraordinarias ni otros estigmas añadidos. Y el inicio del proceso tampoco debería llevarlos.
Algún día, los criminólogos mediremos el impacto moral y psicológico que tiene el hecho de que se conozca públicamente que alguien ha sido denunciado por abuso sexual, que ha sido imputado en un delito de maltrato, o que ha sido procesado por desviar fondos públicos en beneficio propio. Y, obviamente, me refiero al impacto sobre individuos que finalmente fueron absueltos del delito de abuso, del delito de maltrato o de los delitos de prevaricación y cohecho. Me refiero a individuos que, con la inexplicable e injustificable colaboración de nuestros tribunales (¡el TSJM hace una nota pública!), vieron mancillar su honor, enterrar su buen nombre y sufrir el odio y la persecución mediática de los justicieros de turno.
“Sí, sí… pero algo haría” ese pobre desgraciado, junto con los condenados que cumplieron su pena y arrastran la rueda de molino de la irrecuperabilidad y la segura reincidencia, para que sus hijos, sus vecinos y sus compañeros de trabajo les miren ya, y para siempre, como apestados, como a nuevos leprosos, como a infraseres incapaces de adquirir o poseer cualquier tipo de honor o dignidad.
5 comentarios:
Creo que esta nota llega en un momento muy oportuno.
Como principio siempre he oido, es preferible un culpable en la calle, que un inocente en la carcel.
Sin embargo hay algo que no entiendo, y es que si nuestros Jueces y Tribunales tienen a su disposicion unos profesionales de optima preparacion ( Criminalistas y Criminalistas Juristas, entre otros profesionales ), cual es el motivo de que no acudan a su auxilio antes de tomar una decision tan drastica , ya que puede tener tanto para una parte como para la otra, una imposible reparacion .
P.D no puedo poner tildes desde mi teclado de momento.
Desde la ASOCIACIÓN CATALANA DE PADRES SEPARADOS (ACAPASE) queremos poner el enfasis en la presuncion de inocencia de todo individuo mientras no se demuestre lo contrario. Por desgracia, no sería la primera vez que alguien interpone una denuncia falsa por abusos o maltrato para obtener un beneficio en un procedimiento de divorcio o de separación.
Estupendo post. Efectivamente, alguien debería analizar la actual "pena de banquillo" que se sufre en Instrucciones endebles o impulsadas mediáticamente, o esos procesos paralelos de crucifixión televisiva. La sociedad española no está lejos de la "lapidación" y del "sambenito" inquisitorial, pues gran parentesco tiene nuestro sistema de pública exposición de acusaciones bajo el ojo de los medios de comunicación.
Periodicos " La Razón, La
Región Internacional Digital, 20 minutos.es", en sus ediciones de 11de julio de 2009 sobre el caso de Lydia Bosch: La Juez de Pozuelo de Alarcón de Inst. nº 1, decide archivar la denuncia interpuesta contra su exmarido, por un presunto delito de abuso sexual de su hija, al no encontrar indicios de delito en los hechos contenidos en la demanda ".
Me pregunto?, es reparable el daño hecho a quien se le privó de uno de los bienes más preciados del ser humano "su libertad"; se ha dado lugar a que se dude de su honor,honestidad, se le considere un monstruo etc.etc, y todo por no haber a disposición judicial para la previa investigación del presunto delito a verdaderos profesionales ( criminologos, psicoanalistas.....).
Como siempre nos daremos cuenta cuando por desgracia nos toque a nosotros o a uno de nuestros seres queridos.
JUAN DE DIOS DE BAILEN
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