BÁCULO Y GUÍA PARA MANEJARSE DECENTEMENTE POR LA MITOLOGÍA PENAL CONTEMPORÁNEA

miércoles, 5 de mayo de 2010

cúbranse

Una cierta dosis de uniformidad, o incluso determinadas restricciones en la indumentaria, son comunes y necesarias en muchas instituciones. Las normas concretas al respecto suelen obedecer a criterios prácticos, pero también se ajustan a los usos y costumbres de la mayoría de la sociedad en la que son impuestas. En este sentido, exigir su cumplimiento no tiene por qué atentar contra ningún principio, si bien debería tenderse a respetar éstos con el menor número posible de excepciones.

Reglas básicas que proscriban el burka o el niqab allí donde sea necesario identificar al individuo (escuela, universidad, centros sanitarios, comisarías, juzgados), o lo requieran ciertas reglas de seguridad y orden público (manifestaciones, grandes espectáculos) deberían representar las únicas excepciones públicas a la regla general de permitir al individuo vestirse como le venga en gana.

No creo que deba asustarnos una escuela pública con chicas con shayla o hiyab, o con chicos con la cabeza cubierta por una gorra de beisbol. Ni calles frecuentadas por transeúntes con turbante, sombrero panamá, burka, pamela de verano o kipá. Vuelve el gorro… como en su momento se reivindicó la arruga.

Otra cosa es el buen gusto, la prudencia y el sentido común de padres e hijos. Quizá desde ese punto de vista, el velo esté de más... al igual que -seguramente- el tanga a la vista.

lunes, 1 de marzo de 2010

el extraño caso del profesor Neira

El moderno derecho penal no estima suficiente probar la relación de causalidad natural entre un hecho y un resultado (es decir, que la consecuencia venga condicionada, provocada o determinada por un concreto comportamiento) para considerar éste obra de aquél, sino que exige que el resultado pueda ser “objetivamente imputado” a la acción que lo condicionó en base a su “peligrosidad”. Es decir, que de acuerdo con nuestro actual derecho punitivo, sólo se pueden imputar resultados a las causas de los mismos que no partan o provengan de la mera casualidad, la mala suerte o la desgracia de su autor, o, dicho de otra forma, sólo se considerarán relevantes las causas que creen un riesgo objetivo concreto (previsto o, al menos, previsible) de provocar un resultado típico determinado.

Cualquier consecuencia que no se haya podido prever (y, por lo tanto, tampoco “querer”) debe quedar fuera de lo punible, ya que los resultados impensables y accidentales, precisamente por su condición de imprevisibles, no pueden ser evitados por su autor y, consecuentemente, tampoco prevenidos por las prohibiciones y advertencias penales.

¿Es previsible que un sujeto entre en coma como consecuencia de un simple puñetazo? Y, en caso afirmativo ¿puede considerarse el concreto estado de coma como suceso provocado, efectivamente, por el puñetazo, o cabría adjudicárselo a alguna otra causa, imprevisible y preexistente? ¿Por qué debe responder el autor del puñetazo: por lo que era previsible, o por lo que, por la conbinación de diversas causas inimaginables, ha terminado causando?

El caso Neira, al final, cuando dé lugar a una sentencia definitiva, tendrá que tocar indefectiblemente esta cuestión, y el último auto acordado sobre el asunto (por el que el Juzgado de Instrucción nº 4 de Majadahonda decreta la libertad provisional de Antonio Puerta), así lo pone de manifiesto: si bien no habla expresamente de ello, la Jueza deja entrever que, entre las razones que fundamentan el cese de la prisión provisional del agresor, se encuentra el hecho de que se haya producido en sede judicial “la ratificación de las dos Médicos Forenses en relación a las posibles causas y concausas que influyeron decisivamente en la relación de causalidad entre la acción inicial y el resultado final de las lesiones sufridas por Jesús María Joaquín Neira”.

Parco y oscuro auto, por lo demás. Se insinúa que quizá haya razones ocultas, no sabidas y concurrentes, en las lesiones sufridas por Jesús Neira (¿mala praxis de los médicos que le atendieron?, ¿negligencia en los servicios de salud a los que acudió?, ¿imprudencia de los especialistas que le examinaron?), y se deduce que los informes forenses tal vez pongan de manifiesto padecimientos, enfermedades, disfunciones o lesiones previas del profesor (desconocidas por su agresor y de imposible previsibilidad) que pudieron ser las auténticamente responsables de su estado de coma posterior. También se afirma, de forma poco argumentada, que “el tiempo pasado en prisión disminuye notablemente el riesgo de fuga” y que “la notable mejoría experimentada” por el agredido coadyuvan a servir de base para decretar la libertad provisional del agresor, pero se hace de forma precipitada e imprecisa y, a nuestro modo de ver, no dejan suficientemente claro lo excepcional de una medida tan lesiva y sobreutilizada como la prisión provisional de un sujeto al que todavía no se le ha juzgado.

Pero no creo que el dogmáticamente complejo concepto de imputación objetiva penal, ni los excepcionales y tasados requisitos de la prisión provisional sean la causa del escándalo social producido en torno a este asunto. Me temo que haya sido la lentitud de nuestra administración de justicia (¡¡17 meses para juzgar un delito de agresión!!), el paralelo juicio mediático realizado sobre el presunto autor (que ya ha sido condenado por los medios de comunicación… o quizá absuelto, según las últimas opiniones de los más audaces e imprudentes contertulios), y los crecientes prejuicios generados alrededor de la víctima (que, de manera inopinada, ha resultado no ser tan débil, dócil e indolente como algunos pensaban o querían) las razones que, lógicamente, han exacerbado el ánimo del respetable.

Un programa de televisión ensalzaba hace unos días al presunto agresor e, indirectamente, dudaba de la honorabilidad del agredido; encumbraba a la novia del (y maltratada por el) presunto delincuente y ponía en tela de juicio el entorno personal de la víctima. El Mundo del domingo recogía las sospechosas maniobras, rayanas en la ilegalidad, que algunos detectives privados han desarrollado sobre familiares y amigos de Neira. Ciertos confidenciales anuncian las cantidades que todos los protagonistas, o algunos de ellos, recibirán por participar en programas o conceder entrevistas… El debate no es ya científico, sino mediático, y las razones jurídicas han dado paso a las emocioanles. Surgen las comparaciones, y afloran sentimientos de rabia y dolor frente a lo incomprensible...

¿Podrá celebrarse un juicio justo con estos ingredientes?, ¿quiénes son -o somos- los responsables de este desaguisado? Hay veces que la ciencia penal, tan meticulosa y garantista, da un paso atrás acosada por la masa social. Preparémonos.

lunes, 8 de febrero de 2010

cadena perpetua


El debate sobre ciertas instituciones de naturaleza jurídica parece haber perdido hoy en día parte de su fundamento, y las últimas tendencias en la materia apuntan a meras y dialécticas discusiones sobre el envoltorio formal de las mismas. Se lleva más averiguar, por ejemplo, si una institución, prohibición o principio es o no constitucional, que plantearse, científica y rigurosamente, su necesidad, su utilidad o sus consecuencias. Son tiempos epidérmicos, en los que los textos legales se retuercen a conveniencia del consumidor, y pareciera que los especialistas no son más que sofistas, prestidigitadores de la cosa legal, capaces de sostener una opinión y su contraria.

Ahora se ha vuelto a poner de moda el debate sobre la cadena perpetua, su necesidad y, en último caso,
su presunta inconstitucionalidad, y a este respecto me gustaría hacer unas brevísimas reflexiones previas.

En primer lugar, recordar que, desde
Ferri, pocos se han atrevido a discutir ya sobre la relativa carga preventiva de las penas de prisión. El binomio “a más pena menos delitos” no se sostiene científicamente, y entre los criminólogos es ya un lugar común afirmar que las penas no se dirigen a los delincuentes (poco motivables, o, al menos, no susceptibles de motivación conforme a la elemental amenaza de una improbable/futurible pena), sino, precisamente, a los que no delinquen.

En segundo lugar, llamar la atención sobre la falta de certeza en los juicios de peligrosidad y prognosis de futuros comportamientos delictivos. Los pronósticos criminológico-clínicos, con alcanzar en ocasiones altos grados de fiabilidad, no dejan de ser previsiones no seguras, que en muchos casos no se cumplen o son de difícil comprobación.

Y en tercer lugar, repetir que toda política criminal decente y rigurosa tiene que partir de ciertos principios insoslayables, asentarse en unos basamentos sólidos, que deberían permanecer ajenos al debate circunstancial, puntual y mudable, de las modas, los acontecimientos y los intereses más o menos ilegítimos. La apuesta por la vida, por ejemplo, o por la libertad, o por el respeto indiscutible por la dignidad del hombre, tienen unos costes que los ciudadanos (y las posibles víctimas) deberían asumir prima facie, y que sólo tienen sentido en aras de apuntalar el
modelo de sociedad en la que se desea vivir.

Una Derecho penal justo es aquél que resulta proporcional, rápido y cierto. La eficacia de un Derecho penal así concebido, tanto para la satisfacción de la víctima como para la constatación de lo que puede o no puede hacerse, es mucho mayor que cualquier pena severa y excesiva. La certeza de que la pena, proporcional a la medida de la culpabilidad, se va a aplicar con rapidez y contundencia, resulta un medio indiscutiblemente más preventivo que cualquier aviso futuro e incierto de daño o sanción.

Otra cosa, y eso sí que debería ser materia de debate, la constituye el plantearnos hasta qué punto son ciertas, contundentes y rápidas las penas en España, así como los procesos a través de los cuales se imponen. Y con qué rigor se aplican las sanciones, y qué medios se utilizan para, respetando la dignidad del reo, comprobar la idoneidad del futuro comportamiento en libertad de éste. Y cuáles son los medios con los que cuenta el Estado para perseguir el delito, o detener al delincuente, o disminuir las posibilidades de delinquir. O cuál es la apuesta, si es que la hay, por el tratamiento y la resocialización del delincuente… más allá de los talleres de manualidades y la enseñanza de jardinería.

El
debate formal debe esperar. Sin una reflexión previa, seria y rigurosa (no parcial y plana) sobre la esencia y fundamento de la criminalidad y el delito, su fenomenología, su etiología y su tratamiento, resulta gratuito discutir sobre la eventual legalidad o la presunta inconstitucionalidad de la cadena perpetua. Es más, después de esa reflexión, quizá dicho debate resulte ya innecesario.

martes, 8 de diciembre de 2009

aminatu haidar


Esto de las huelgas de hambre es complejo. Y me refiero a la complejidad que entraña tener que decidir si se debe permitir al huelguista llevar a cabo su decisión hasta las últimas consecuencias o, si por el contrario, se le debe alimentar coactivamente, cuando el riesgo para la vida o la integridad física del suicida es inminente.

Desde un punto de vista penal, el dilema se traduce en que, si dejamos morir al huelguista, podríamos estar cometiendo un delito de omisión del deber de socorro (o incluso un homicidio -si el omitente tiene algún deber específico de actuación con vistas a preservar la vida del suicida-), pero si le alimentamos obligatoriamente, podemos estar cometiendo un delito de coacciones (o incluso un delito contra la dignidad).

El conflicto no tendría lugar si el suicida decidiera quitarse la vida en su casa, o en un bosque perdido, o aprovechando la bajamar, ahogándose en las frías aguas de la costa cantábrica en las intempestivas horas de la madrugada. Pero la cosa parece cambiar si el personalísimo y supuestamente íntimo acto de morir -o mejor dicho, de matarse- implica a terceros.

Desde las Sentencia del TC de 17 de enero y 19 de julio de 1990, hasta la discutibilísima (no sé si existe esa palabra) del 18 de julio de 2002, la jurisprudencia de nuestros tribunales ha venido a decir algo así como que no vale chantajear al Estado con la amenaza de matarse. Que si uno va la cárcel, es para cumplir la pena; y que si uno va al hospital, es para curarse. Y que existiendo esa especial “relación de sujeción”, voluntaria o impuesta, entre el individuo y la Administración (preso-centro penitenciario; enfermo-hospital), el que quiera morirse -o mejor dicho, matarse- tendrá que esperar a salir de prisión, o a recibir el alta hospitalaria. Mientras eso no ocurra, y llegados a un caso de conflicto, el Estado podría actuar autónoma y coactivamente, de forma que pudiese cumplir con su “deber de velar por la vida, integridad y salud” del preso o del enfermo.

Pero no todos los casos se dan en la cárcel o en el hospital, sino que pueden tener lugar en la calle, en una casa o, pongamos por caso, en el vestíbulo de una sucursal del BBVA, y para resolver esos supuestos no basta con acudir a la “especial relación de sujeción”.

A este respecto, ya hemos dicho muchas veces que uno de los pilares básicos sobre los que se asienta nuestra civilización es el respecto incuestionable por la libertad del individuo. Con todas las consecuencias, buenas y malas, cómodas e incómodas, que ello pueda conllevar, y sometido a los únicos límites de respeto por el ejercicio de la libertad ajena y los derechos fundamentales del prójimo, discutir a estas alturas el derecho de cualquier persona a disponer de su propia vida se me antoja algo inconsistente y absurdo. Pero igual de inconsistente y absurdo que resulta pretender que el ejercicio libre de ese derecho pueda hacerse depender de algo que no sea la propia decisión del individuo.

Hay una cierta actitud paternalista en nuestros gobernantes hacia concretas manifestaciones del ejercicio de la libertad (como por ejemplo, el quererse morir) que es utilizada hábilmente por algunas personas para chantajear o amenazar al Estado, de forma que se advierte “con ejercer un derecho propio” si no son atendidas ciertas reivindicaciones. Más allá de que son muy raros los casos de fallecimiento por huelga de hambre (bien porque desiste el suicida -en la mayoría de los casos-, bien porque actúa la Administración) y que la mayoría de los supuestos son oscuros e imprecisos (por lo que no está de más que, mientras no exista una normativa clara e inequívoca al respecto -¿testamento vital?-, o pueda deducirse claramente de las circunstancias, deba subsistir en nuestra legislación el deber de socorrer al necesitado), el resto de casos debería resolverse sin miedo ni sentimiento de culpa, de forma que se permitiera al individuo ejercer plenamente su libertad hasta sus últimas consecuencias.

Sólo cuestiones de orden público aconsejarían una actuación de la Administración (de hecho, el propio Código Penal recoge la atipicidad de los comportamientos coercitivos contra la libertad individual por parte de la Administración "cuando ésta esté autorizada para ello"), no tanto para impedir el ejercicio de un derecho fundamental, sino para que una de sus manifestaciones (por ejemplo, suicidarse colgándose de un árbol en plena calle, o tirándose por un puente sobre una autopista, o dejándose morir de hambre en los sillones de un aeropuerto) no se realizara en lugares públicos, transitados habitualmente por mucha gente, e inequívocamente inidóneos para realizar una actividad tan supuestamente íntima y delicada como dejarse morir.

lunes, 19 de octubre de 2009

sentencia 419/2009

Poco o nada que objetar a la sentencia de la Audiencia Provincial sobre el crimen de Francisco Javier Palomino. Asesinato por un lado, tentativa de homicidio por otro, y lesiones constitutivas de falta como tercer comportamiento punible.

Chocan cierto lenguaje decimonónico (“los hechos declarados probados no constituyen (…) un delito de imprudencia con resultado de muerte”), propio de la sistemática y estructura del Código Penal de 1973, pero inadecuado para referirse al tipo de homicidio imprudente consagrado en el artículo 142 del actual Código Penal, así como el sospechoso tufillo a “corta y pega” que destilan algunas de las citas jurisprudenciales y dogmáticas del texto, pero hay que reconocer que la sentencia se deja leer y que se agradece su tono didáctico y su estilo ameno, características cada vez menos abundantes entre los escritos de nuestros jueces.

No estoy de acuerdo con la naturaleza (sí con su apreciación) que se le otorga a la agravante de “cometer el delito por motivos racistas (…) u otra clase de discriminación referente a la ideología (…) de la víctima”, que en este caso permite elevar la pena del asesinato desde los quince hasta los diecinueve años. Contrariamente a lo sostenido en la Sentencia, no creo que se trate de una circunstancia que “se fundamente en la mayor culpabilidad del autor por la mayor reprochabilidad del móvil que impulsa a cometer el delito” (planteamiento que supondría una concepción subjetiva de la culpabilidad hoy totalmente superada), sino más bien que nos encontramos ante una agravante cuasi objetiva, que hunde sus raíces en la punibilidad, y que se fundamenta en los motivos político-criminales (muchas veces contingentes y de utilidad) que nuestro legislador ha considerado oportunos en un momento histórico determinado. Considerar, por ejemplo a la hora de cometer un asesinato, que uno u otro móvil puede ser más o menos reprochable, o más o menos comprensible, supondría una peligrosa confusión entre derecho y moral, y una forma de alejarnos del derecho penal del acto para acercarnos al derecho penal de autor.

No resulta del todo justificado el rechazo frontal con el que la sentencia se ventila la existencia de un miedo insuperable, al menos en su modalidad vencible. Las circunstancias detalladas en los antecedentes de hecho, el lugar del suceso y la reacción del condenado en los momentos inmediatamente posteriores a la ejecución del delito, deberían haber aconsejado al juzgador un razonamiento más riguroso y argumentado (dogmática y jurisprudencialmente) sobre su inaplicación. Tampoco son de recibo algunas afirmaciones -como la que tacha, gratuita e innecesariamente, de “vileza y cobardía” la conducta del agresor-, si bien otras rezuman sensibilidad y cierta sabiduría (hablando de la víctima, se llega a decir que actuó movido por la “impulsividad propia de su adolescencia”).

Pequeñas discrepancias, en definitiva, y todas leves. Una lectura más pausada del texto quizá descubriera nuevas disensiones, o, tal vez al contrario, corrigiera las hasta ahora mantenidas. El tiempo, y ustedes, dirán.

jueves, 8 de octubre de 2009

las putas no existen


No es cuestión de volver otra vez sobre la prostitución y su más que posible y aconsejable regulación, pero noticias como la que ahora enlazo dan mucho que pensar.

¿Se imaginan a los policías entrando en el burdel? “Por favor, señoritas, sigan con lo que están. No se alteren. Esto no va con ustedes.” Y calmando, de paso, a los extrañados clientes: “Tranquilos señores, no pasa nada. Continúen en la cama. No es necesario que se vistan ni que se quiten el disfraz. Enseñar la documentación no es imprescindible. Repito: enseñar la documentación no es imprescindible” Y, mientras tanto, varias patrullas bajando a toda prisa hacia la peluquería clandestina y pidiendo la documentación a la joven que está haciendo una permanente o a la que está terminando de poner un tinte. “Usted, la que parece ser oficiala: no se mueva. Y diga a su jefe que baje aquí inmediatamente”. Y el jefe, por cierto, también quedaría bastante extrañado, cuando, oyendo entrar a la pasma en su cutre y destartalado club de alterne, y procurando esconder condones, direcciones de clientes y toallitas higiénicas debajo del escritorio, oye que el poli entra en su despacho y le dice: “Entrégueme todos los permisos de trabajo de sus peluqueras y sus inscripciones a la seguridad social”. “¿Peeeerdone… de quién?”. “¡De todas sus peluqueras! ¡Y no se haga el tonto!”.

Y ya saliendo, la cosa puede ser incluso peor. “Usted, caballero, ¿a dónde va?”. “¿Yo? Pues aquí, a ver si me acuesto con alguna chica”. “Bueno, pase, pase. ¡Pero mucho cuidado con tratase de cortar el pelo: podría ser acusado de colaboración en un delito contra los derechos de los trabajadores!”

miércoles, 7 de octubre de 2009

mentiras arriesgadas


A pesar de que las estadísticas oficiales dicen lo contrario, la opinión generalizada entre los criminólogos españoles es que la delincuencia en nuestro país sigue aumentando paulatinamente. Y no me refiero al complejo problema de la percepción de la seguridad en relación con la realidad delictual. Me refiero a que los datos que se ofrecen, elaborados desde el poder, adolecen muchas veces de graves errores y omisiones (cuando no de interesadas matizaciones, correcciones u ocultamientos), y que se basan principal y casi exclusivamente en las noticias (verdaderas, falsas, corregidas, dirigidas, exactas) aportadas por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.

Cualquier especialista independiente y riguroso sabe que las estadísticas en cuanto a delitos cometidos, por un lado, y causas abiertas, por otro, no coinciden. Las cifras de la policía difieren de las de la Fiscalía y de las del Poder Judicial, y en todo caso se olvidan de estudiar la cifra negra de criminalidad, que permitiría ver cuál es el porcentaje real de los delitos que se comete pero que no se denuncia.

Hay veces que lo que se tiene en cuenta son los atestados y las denuncias (que muchas veces se superponen y que otras tantas acaban resultando falsas o repetidas, o no llegan a pasar nunca a la fase sumarial), otras veces se parte del número de detenidos (que no tiene por qué corresponder al número de delitos cometidos), y otras se atiende a las causas abiertas o las sentencias impuestas (olvidando que un mismo caso puede pasar por varias instancias, o que un sujeto puede ser condenado en primera instancia pero absuelto por un tribunal superior). Ha habido años en los que las cifras de causas abiertas por nuestros tribunales (según sus estadísticas) superaban la cifra de delitos cometidos, según los datos de las Fuerzas de Seguridad.

Las cifras oficiales beben exclusivamente de la información que llega a la policía y de los delitos que terminan en juicio. Pero nada más. Es habitual, en este sentido, citar el caso de Canadá y Sudáfrica: según las cifras oficiales, la tasa de delitos por cada 100.000 habitantes es menor en Sudáfrica que en Canadá. Pero eso no significa que Canadá sea más peligroso. De hecho, al estudiar el número de homicidios y asesinatos (que deben declararse obligatoriamente y del que tienen noticia las Fuerzas de Seguridad en un cien por ciento de los casos) se pone de manifiesto que Sudáfrica muestra uno de los índices más altos del mundo, en tanto que el de Canadá es muy inferior. ¿Contradictorio? No; los llamativos resultados obedecen a que la policía canadiense está más informada (llegan a su conocimiento más delitos) que la sudafricana (en un país con una cifra negra de delitos desorbitada y cuya policía sólo interviene en caso de delitos especialmente graves, que son los únicos que llegan a su conocimiento).

Según el último informe publicado por el Ministerio del Interior, la tasa de encarcelamiento se sitúa en España en 166 reclusos por 100.000 habitantes, por delante de Gran Bretaña (153) -que siempre había encabezado la lista- Portugal (104), Francia (96) e Italia (92). Y, sin embargo, la tasa de criminalidad (infracciones penales por cada mil habitantes), resulta ser una de las más bajas de entre los quince países más desarrollados de Europa. Según el MI, la relación del año 2008 la encabezan Suecia (120,4) y el Reino Unido (101,6), mientras que en España la tasa se sitúa en un mero 47,6, por delante sólo de Grecia (41,2), Portugal (37,2) e Irlanda (25,2).

¿Es creíble que Grecia o Portugal tengan una tasa de criminalidad tan llamativamente inferior (¡menos de la mitad!) a la de Suecia?, ¿puede deducirse de este informe que en España encarcelamos a demasiados ciudadanos, y que la mayoría de nuestras prisiones están ocupadas por personas inocentes y sujetos poco peligrosos? ¿No sería más lógico pensar que el número de reclusos por habitante -número difícilmente manipulable- habla más y mejor del índice de delincuencia que los datos -confusos y contradictorios- relativos a los delitos cometidos?

Y eso por no hablar de la manipulación no ya de los datos sino de la información en sí misma. El balance sobre criminalidad que publica el Ministerio comienza asegurando que “la delincuencia se reduce un 1,9% por la caída de los principales delitos y faltas”, para añadir a continuación, si bien ya en letra pequeña y sin alarde tipográfico alguno, que los asesinatos han sufrido un repunte con respecto a 2007 (pasando de los 985 a los 1019), que los delitos relacionados con la pornografía infantil también experimentan un espectacular aumento (de 677 a 1131), y que los robos con fuerza en vivienda se elevan hasta alcanzar niveles anteriores a 2003 (entonces ¿a qué se refiere el Ministerio cuando dice que descienden los principales delitos, si los homicidios, asesinatos y robos aumentan desproporcionadamente?).

Datos, cifras y estadísticas que separan poco el grano de la paja, y que, repito, sin recurrir a los necesarios y complementarios estudios sobre cifra negra y sobre eficacia policial (mucho más clarificadores, pero normalmente muy poco complacientes con el gobierno de turno), sólo consiguen trasmitir una imagen distorsionada, y muchas veces falsa, de la realidad delictual de nuestro país.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

tengo una corazonada


Yo creo que se impone, y perdonen la arrogancia de la primera persona, una nueva tipificación del delito de malversación de caudales públicos. O, al menos, urge que el Tribunal Supremo dé un repaso interpretativo al mencionado precepto, de forma que éste pueda amoldarse cómodamente a “la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicado”.

Efectivamente, hubo un tiempo -y sigue habiéndolo- en que nuestros administradores públicos abusaban de su cargo desviando algunas cantidades de dinero a sus cuentas corrientes, o mandando funcionarios subordinados a blanquear la casa del alcalde -o a lavar el coche particular del señor ministro-, o haciendo suyas parte de las requisas de tabaco, droga o alcohol provenientes de alijos policiales.

Pero hoy en día las administraciones públicas gestionan unos presupuestos tan bestialmente grandes que comportamientos como los anteriormente descritos resultan socialmente inofensivos por inocentes y pueriles. Ahora ya no se trata de hurtar un poco de aquí o allá, sino de gestionar inadecuadamente y de forma interesada el gigantesco patrimonio público puesto en sus manos.

La dependencia de las grandes empresas respecto de las decisiones inversoras de las diferentes administraciones -aparentemente imparciales-, así como los casi infinitos intereses económicos que hay por medio, dibujan un panorama bastante más complejo que lo que las clásicas figuras de la prevaricación, el cohecho o el tráfico de influencias pueden absorber, y bastante más peligroso y dañino que lo que la actual jurisprudencia, restrictiva y exigente, intuye.

Obras faraónicas repartidas siempre -hábil y equitativamente- entre los mismos solicitantes, permisos dados siempre a los mismos peticionarios -los únicos que cuentan con la envergadura empresarial habilitada para pedirlos-, proyectos concedidos siempre a las mismas entidades privadas a base de endeudamientos incontrolados… Acciones, en definitiva, que no siempre (iba a escribir nunca) son necesarias -y mucho menos imprescindibles- pero que, obviamente, algún beneficio tienen que aportar (¿se imaginan si no aportaran tampoco ninguna utilidad a los ciudadanos?). Millones de euros procedentes de las arcas públicas entregados sin control real a las grandes corporaciones, con la excusa de una posibilidad, una alternativa o una corazonada.

Extrañaba hace tiempo ver cerrar y abrir en el mismo año una misma zanja. O ver trasladar arbitrariamente y sin recato alguno (con su correspondiente parafernalia de obreros, yeso y arena) las paradas de los autobuses municipales y las marquesinas, pivotes y plataformas que llevaban aparejadas. O la colocación y descolocación repetida e incomprensible de chirimbolos, carteles y anuncios varios dentro del paisaje urbano de las ciudades. Hoy ya no son sólo zanjas, plataformas ni chirimbolos, sino calles enteras, túneles, puentes y aparcamientos. Se trata de una malversación real, a gran escala, de cuantiosos fondos públicos, repartidos o regalados con oscuros objetivos, e impregnados, cuando menos, de finalidades altamente sospechosas.

Se trata, en definitiva, de comportamientos nocivos e injustos, dañinos y perveros, a los que el Derecho Penal no puede permanecer ajeno por más tiempo.

lunes, 21 de septiembre de 2009

hasta la próxima



Gracias a la sabia actualización de la policía, infiltrada entre los alcoholizados, esta vez no hubo heridos, no se quemó ningún coche policial ni se asaltó ninguna comisaría. Los jóvenes y adolescentes ingirieron ordenadamente sus licores hasta la embriaguez y vomitaron civilizadamente el los alcorques de los árboles. Toda el hachís, la cocaína y las pastillas decomisadas formaba parte de pequeños alijos destinados al consumo. Sólo hubo que lamentar que algunas chicas se cortaran los pies con los cristales de las botellas rotas que alfombraban el suelo del recinto habilitado para el evento, debido a que vestían sandalias como parte de su escueto atuendo, reglamentario en estas libaciones colectivas aunque no demasiado acorde con los 11ºC de temperatura que se registraban esa noche. Un éxito, vamos. Si es que, mientras se respete a las fuerzas del orden y no se registren altercados, la convivencia ciudadana, el estado de derecho, la fiesta de la democracia y el triunfo de la tolerancia están garantizados.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Palomino y Estébanez coincidieron tres segundos

La muerte de un hijo es un hachazo siniestro en el corazón de un padre. Un sinsentido, un grito infinito, un túnel de horror sin salida. No hay consolación posible, ni se quiere. El dolor aviva el recuerdo, que es lo único que queda, y la absoluta tristeza diaria se convierte en compañera, aliada y confidente. No hay alivio; sólo desesperación, silencio y vacío.

Buscar lógica en ese devenir grotesco y cruel resulta un tarea absurda, abocada, cuando menos, a la locura y a la desesperación, y muy poco compatible con la conciencia de lo tangible, caduco e insignificante de la existencia.

Pero el grito desgarrado de un padre no conoce de razón, y buscar un fundamento al caos se convierte entonces en el único objetivo y la única escapatoria posible. Autor se confunde entonces con responsable, víctima con héroe, excusa con explicación… y muerto con mártir.

Un catálogo de razones más o menos legendarias apuntalará un nuevo sinsentido, quizá una cierta justicia, con seguridad un nuevo dolor. Otros padres descubrirán lo siniestro del sufrimiento ilógico y del daño gratuito. Veintinueve años con sus diezmil quinientos noventa y cinco días de angustia se convertirán entonces en la consecuencia lógica y necesaria de algo tan inocente como vivir.

viernes, 14 de agosto de 2009

gimnasia versus magnesia


Alguna vez hemos comentado que hay ocasiones en que nuestros tribunales penales hacen auténtica justicia-ficción, dictando sentencias que parecen dirigidas a unos hombres imaginarios, puros, equilibrados, sensatos, fácilmente motivables y totalmente dispuestos a la enmienda. Afortunadamente (¡!), las cada vez más altas cifras de reincidentes suelen despertarnos de ese sueño, y la tozuda realidad convierte en peligrosos anacronismos las buenas e inocentes intenciones de algunos.

Pero es que otras veces la cosa es aún peor: se exaspera hasta el extremo el principio de legalidad y se difumina la tipicidad (retorciéndola) hasta hacerla casi desaparecer. La ley se convierte entonces en una especie de código moral para malvados, aplicable sólo en casos excepcionales y respecto de ciudadanos irrecuperablemente perversos. Las palabras ya no significan nada, y el derecho penal del acto se trasforma en un auténtico derecho penal de autor. Hay que castigar sólo a los delincuentes (cometan o no delitos), y nunca a los ciudadanos normales, por mucho delito que, incidentalmente, pudieran cometer.

¿"Forzar" a la víctima?, ¿"descalificar, vejar y humillar" a la esposa? Todas estas expresiones, por ejemplo, se pueden convertir repentinamente en generalidades confusas, poco precisas, carentes de significado por sí mismas, y aplicables exclusivamente a los casos en que nos encontremos con “auténticos delincuentes”. El Código Penal castiga sólo a los malos, a los enemigos, a los marginales, y no a la buena gente, ni a las personas normales, ni al buen hombre que, ¡quién no lo ha hecho!, insulta constantemente a su mujer, la humilla, la veja, la desprecia, la despersonaliza y, de postre, la fuerza a mantener relaciones sexuales a ritmo de calentón...

Eso sí, que los familiares y amigos de los etarras, o sus simpatizantes, o quienes les sirven copas, o quienes les visitan en la cárcel, o quienes les recuerdan, esos, ¡esos! : Esos que no tengan ni un minuto de tregua. Porque, más allá de lo que puedan hacer, más allá de lo que diga la Ley, ellos son los malos. Y con los malos no es necesario probar nada ni esperar a que hagan nada. Y si es preciso se volverá a retorcer la ley, se volverá a exasperar la tipicidad, y “enaltecer” y “justificar”, por ejemplo, ya no serán nada más que generalidades confusas, poco precisas, carentes de significado por sí mismas, y aplicables siempre que sea necesario utilizar un poco de mano dura con los enemigos, con los marginales, con los distintos, o con los peligrosos.

Y es que parece que, para algunos de nuestros jueces, la letra de la Ley no debería ser nunca un obstáculo para aplicar la auténtica y verdadera justicia.

jueves, 13 de agosto de 2009

¿tontunas?


Este asunto de las escuchas telefónicas no es menor, porque el reverso tenebroso del anti-ciudadano que todos llevamos dentro nos lleva a pensar: "A quien no tiene nada malo que ocultar, no le importa que le escuchen. Ni que lo vigilen, lo filmen con cámaras, lo registren en los aeropuertos, lo detecten con un radar por la carretera, le hagan la prueba de la alcoholemia en un control aleatorio o, llegado el caso, lo sometan a la máquina de la verdad." Pero las cosas no son así de simples, al menos desde que en 1776 se declarara la independencia de Estados Unidos -por poner una fecha simbólica- y arrancase una próspera era basada en garantizar la libertad y la intimidad individuales por encima del bien común del hormiguero.

La comunicación a distancia -telecomunicación- ha sido tradicionalmente un símbolo del respeto a estos principios de intimidad y libertad. Por un lado, la inviolabilidad del correo forma parte no ya de nuestras legislaciones sino de nuestra propia cultura. Por otra, siempre se ha tratado de preservar la posibilidad de enviar correspondencia, aun para personas en situaciones extremas como la cárcel o el frente de guerra. La tecnología ha extendido enormemente nuestros recursos de telecomunicación, pero más rápido si cabe ha ido aún la evolución de los mecanismos de control. Las conversaciones a través del teléfono móvil resultan más sencillas de intervenir que las que se trasmiten por cable, y la posibilidad de interceptar, almacenar y analizar automáticamente la totalidad del correo electrónico enviado en el mundo no pertenece ya al mundo de la ciencia ficción.

Más aún, hoy es posible seguir y registrar fácilmente no sólo nuestras comunicaciones, sino todos nuestros desplazamientos y la mayor parte de nuestros actos sociales. El móvil deja un rastro permanente de nuestros movimientos por las células que constituyen las antenas de telefonía; la tarjeta de crédito va dando fe de todos nuestros pagos; nuestra obligatoria identificación en hoteles y medios de transporte ofrece un mapa de nuestros traslados por el mundo; los nuevos cinemómetros que controlan la velocidad en tramos completos de carretera anotan las matrículas de todos los vehículos que circulan, y los alrededores de multitud de edificios públicos y privados graban permanentemente con cámaras de televisión a todo el que por allí pasa. Juntar y analizar de forma automática toda esa información no presenta ya obstáculos técnicos. El gran hermano nos tiene completamente controlados.

Pero que la utilización perversa de los medios de vigilancia sea posible no implica que debamos asumirla como inevitable. Llevamos siglos respetando algo tan frágil como un sobre de papel cerrado, pese a existir medios para violarlo y aun para cerrarlo después sin apenas dejar rastro. Simplemente hemos de mantenernos firmes para recordar que el derecho del ciudadano a no ser vigilado está por encima de la prevención ambigua del delito -en incluso pone límites a su persecución-; para incorporar a nuestra legislación normas que garanticen el buen uso los nuevos medios de control tecnológico, y para hacer efectiva tal legislación de forma enérgica.

El mal se origina en la propia recogida de datos. ¿Por qué tenemos que aceptar que se nos pida sistemáticamente el DNI en edificios privados, en alguno de los cuales hasta se nos fotografía? ¿Guardan los aparcamientos de pago la matrícula de nuestro coche, que aparece impresa en el tique? ¿Qué antiguo reglamento de vagos y maleantes o nueva ley antiterrorista nos obliga a identificarnos en los hoteles? ¿Cómo es posible que los gobiernos occidentales estén imponiendo a las operadoras de telefonía el almacenamiento para su posible investigación posterior de los datos de todas las llamadas? Desterremos de una vez la toma preventiva de información personal.

Al final de la cadena está el uso judicial de la información de la que se dispone. Aquí debemos resignarnos a no aceptar bajo ningún concepto pruebas obtenidas con vigilancia ilegal e incluso quizá de la destinada a otros fines. Pero esto no es suficiente: también tendremos que impedir que tales pruebas inválidas salgan a la luz pública para conseguir, en ausencia de un juicio real, una condena mediática.

Y mientras la maquinaria legislativa comienza a avanzar en la dirección correcta o, al menos, hasta que deje de hacerlo en la dirección contraria, ¿cómo podemos defendernos? Dudo que al ciudadano normal le interese embarcarse en una cruzada personal de anonimato, evitando hablar por teléfono, pagando siempre en efectivo y viajando sólo en medios de transporte en los que el billete aún no sea nominativo. No se trata tanto de defender nuestra intimidad particular hoy como de recuperar los principios de libertad y privacidad para nuestra cultura de mañana. Para ello, apliquemos el rigor y la prudencia. El rigor de dejar constancia de lo que consideramos privado: una carta enviada en sobre cerrado está casi tan desprotegida como otra que viaje en envoltorio abierto, pero de la primera siempre se podrá argumentar que era confidencial, que quien la abrió violó tal confidencialidad y que el uso de la información de esa forma obtenida es ilícito. Lo mismo podría decirse de un mensaje electrónico cifrado, ahora que la firma digital y la criptografía están al alcance de un botón en los programas de correo electrónico. Y con respecto a la prudencia, siempre la tuvimos con los documentos en papel, pero parece que la hemos olvidado con los medios telemáticos. El correo electrónico no cifrado es visible para el administrador de cualquiera de los servidores que atraviesa, un fax está al alcance de casi cualquiera que se mueva por una oficina y el teléfono móvil no es el medio ideal para contar secretos. Y menos si uno lo usa a voces en el AVE.

domingo, 26 de julio de 2009

niño viola niño


El problema no es que haya un abismo insalvable entre el ser y el deber ser. El problema es que no nos damos cuenta de ello. Y da igual de lo que hablemos. Ahora toca la delincuencia juvenil y sus causas (factores concurrentes, diríamos los criminólogos), pero sería lo mismo si se tratase de hablar de la Universidad y sus alumnos, la política y los políticos, o el mundo y el hombre.

Algunos jóvenes (muy pocos) delinquen. Y unos cuantos (menos aún) lo hacen de manera especialmente perversa y violenta. Esa realidad es innegable e inevitable, y tratar de luchar contra ella sería algo así como intentar que el sol no saliera por las mañanas o que la gente no necesitara ir nunca al cuarto de baño. Pueden y deben lograrse unos mínimos delincuenciales soportables (a eso se dedica una ciencia como la política criminal), pero sin partir de utopías o sin querer llegar equivocadamente a ellas.

Tendrían que evitarse los lugares comunes (“no debemos legislar en caliente”, “la principal arma que hay que utilizar es la educación en valores”, “los jóvenes de hoy en día no tienen principios”, “aumentar las penas no es la solución”, “hoy se delinque mil veces más que ayer”), y afrontar el problema con un cierto rigor científico.

Deberíamos establecer los términos de discusión y estudio, y diferenciar entre el análisis de los medios eficaces de disminución de la delincuencia (relacionados con la tipología de penas, así como con su duración), la carga retributiva de las sanciones (que nos habla de la proporcionalidad del castigo en relación al delito cometido, así como su percepción por parte de la víctima, la sociedad y el propio delincuente) y los medios preventivo especiales aplicados a los infractores (encaminados, en la medida en que esto sea posible, a corregir, resocializar o educar al equivocado, asocial o ineducado).

Que los menores de 14 años son capaces de reconocer entre el bien y el mal, y que comprenden la relación directa entre causa y consecuencia es un hecho antropológica, psicológica y sociológicamente indiscutible (y el variopinto derecho penal juvenil europeo nos da sobradas muestras de ello: Suiza tiene establecida la minoría de edad penal en los 7 años, Escocia en 8, Inglaterra y Gales en 10, y Turquía en 11). Plantearse, pues, “bajar” la minoría de edad penal no supondría ningún desatino, si bien eso no aseguraría en ningún caso la disminución de delitos (Bélgica tiene establecida la minoría de edad penal en 18 años, y su delincuencia juvenil es menor que la de alguno de los países anteriormente citados).

Que una sociedad económicamente polarizada, formada por individuos esencialmente urbanos, enlobizados, egoístas, ambiciosos, inmorales y suspicaces crea irremediablemente jóvenes potencialmente delincuentes -incapaces de sentir empatía por los demás- es también indiscutible. Pero sería un absoluto desatino pensar que tres clases diarias de educación para la ciudadanía, la prohibición de los dibujos animados violentos o el reparto de condones en los barrios periféricos podría servir de remedio frente a esos gigantescamente potentes factores concurrentes. No caigamos en la trampa de creer que el infierno son los otros.

Y que puede corregirse al que yerra, y más aún si el que yerra es un menor en fase de formación biológica, moral e intelectual, tampoco se le escapa a nadie: si hay alguna oportunidad de que el menor infractor no sea un futuro adulto delincuente, esa oportunidad debe pasar por una respuesta punitiva dirigida esencialmente a la educación y a la resocialización. Pero creer que nuestros decimonónicos y económicamente precarios centros de reinserción de menores -sin suficiente dotación presupuestaria y con más buena voluntad que preparación entre sus especialistas-, y nuestro lento y desfasado sistema judicial pueden servir para ello, resulta de una inocencia tan pueril que a veces se confunde con la ignorancia.

No tengamos miedo a nada. Ni a aumentar ni a disminuir la duración de las penas de prisión para los menores, ni a aumentar ni a disminuir el límite de edad que hace nacer su responsabilidad penal. Pero tengamos también claro qué es lo que pretendemos con ello: no es lo mismo tratar de evitar comportamientos similares de otros menores, que retribuir justamente el delito cometido, que disminuir las posibilidades de que el menor infractor vuelva a delinquir en el futuro. No todo vale para todo, así que lo que tengamos que hacer hagámoslo con seriedad, rigor y congruencia, y conscientes de nuestras limitaciones y nuestras servidumbres. De otra forma, el resultado de tanta reflexión será un panorama exactamente igual al que tenemos hoy en día: caos, desinformación, miedo, autismo y rabia.

miércoles, 15 de julio de 2009

exceso de celo


Es peligroso, o políticamente poco correcto, reflexionar críticamente sobre ciertas actuaciones de nuestras Fuerzas de Seguridad.

Pero la verdad es que, en muchas ocasiones, el rol social asignado a estos individuos pasa a convertirse en parte de su personalidad, y las manifestaciones más contingentes y banales de su quehacer (pedir la documentación a los viandantes, formar parte de un control aleatorio de tráfico) se convierte en la esencia y único objetivo de su existencia.

Imagino que, gran parte de las veces, ese tipo de comportamientos viene motivado, al cincuenta por ciento, por órdenes más o menos expresas de sus superiores (dirigidas a imponer el mayor número de multas o, al menos, llegar a un mínimo) y por las películas de policías (que a la mínima encienden la sirena, disparan, y hablan muy seria y despectivamente al personal), pero lo cierto es que últimamente empieza a ser un lugar común haber tenido alguna mala experiencia con la guardia civil, la policía nacional, la autonómica o la local.

La ley orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado exige que la actuación de estos funcionarios venga siempre dirigida por los principios de racionalidad, congruencia, oportunidad y proporcionalidad (art. 5.2), pero, lamentablemente, esto no es siempre así. Detener a toda costa (¿es congruente iniciar una persecución, en dirección contraria, para detener a un automovilista que ha cometido una infracción?), identificar a todo el mundo (¿tienen algún sentido la petición indiscriminada de documentación a los montañeros que acuden de excursión a la sierra?), parapetarse para multar desorbitadamente a todo aquél ingenuo que haga un giro prohibido, o cachear al personal armado hasta los dientes, son simples ejemplos -excepciones, dirán algunos- de comportamientos exagerados, absurdos e incluso podría decirse que ilegales.

Detener delincuentes, poner a buen recaudo a matones, violentos y asesinos, impedir que nuestras carreteras se conviertan en circuitos de fórmula uno, o asegurar la paz en los barrios periféricos y en las urbanizaciones más alejadas de las ciudades son misiones importantes, necesarias, y que sólo ellos saben y pueden hacer. Los que algunas veces los hemos necesitado, sabemos de su profesionalidad y rigor en estas ocasiones. Pero confundir la Seguridad y el Orden Público con la absurda pertinacia en el multar, con la persecución al manso y al inocente, y con el ejercicio peliculero y despótico de su misión, es mucho confundir.

¿O no?

lunes, 13 de julio de 2009

lo que nos merecemos


Ahora que están tristemente de moda Camps y sus trajes, y más allá de las útiles reflexiones sobre el trasfondo político de dicho escándalo (por cierto, pocos políticos actuales visten con más elegancia un traje y una camisa), es bueno volver sobre la figura del cohecho contemplada en el artículo 426 CP y su más que discutible legalidad (resulta significativa al respecto la absoluta falta de previsión legal de comportamientos semejantes en los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno).

La incriminación de esta clase de actuaciones (aceptar una dádiva o un regalo -5,6,7 trajes- en consideración a la función pública ejercida por el agasajado) debería ser algo ajeno al Derecho Penal. El juicio ético o moral que merezcan donante y donatario, por muy reprobable que nos parezca, no debería cruzar el umbral de lo punible. Piénsese que no se trata de castigar el “pagar por un favor” entre un particular y un funcionario, o de sancionar el hecho de anticipar el pago por un futuro acto beneficioso (que, efectivamente, dan lugar a las tradicionales figuras de cohecho), sino de prohibir -con la amenaza de una pena- el “peligro abstracto” que supone tener un funcionario que, al mostrarse dispuesto a recibir regalos porque sí, nos hace pensar que estará dispuesto también a aceptar sobornos cuando lo que se le pida sea un comportamiento determinado, normalmente ilegal o arbitrario.

Presumir futuras actuaciones debido a los comportamientos presentes poco saludables nos llevan a un juico de “intenciones de futuro” poco compatible con el moderno derecho penal. Las intenciones moralizantes han de desaparecer de nuestro texto punitivo, que debería ceñirse a prohibir comportamientos y no actitudes internas del sujeto, de forma que los tipos penales se basen exclusivamente en actos lesivos (o altamente peligrosos) para bienes jurídicos de relevante importancia. Regalar (y aceptar) anchoas, trajes, décimos de lotería, cenas y cerámica talaverana han de quedar al margen del derecho penal, y recibir exclusivamente el necesario juicio desvalorativo de la ética y la moral pública, traducido normalmente en el correspondiente reproche político y/o social.

Pero es que desde una perspectiva puramente formal -y asumiendo la literalidad incuestionable de la ley-, una interpretación teleológica del tipo (art. 3 Cc) debería excluir también de punibilidad esta clase de dádivas y regalos. Su escasa importancia -inversamente proporcional, por cierto, a su habitualidad-, y su burdo y convencional trasfondo emotivo (nacen de una amistad artificialmente creada por el contacto asiduo entre particular y funcionario), no deberían ser entendidos nunca como un soborno más o menos encubierto. Los principios de intervención mínima e insignificancia (aceptados habitualmente por nuestra jurisprudencia en estos casos -SAP Baleares de 5/03/97-) aconsejan también esta línea interpretativa, y sugieren reducir el comportamiento delictivo a los regalos de gran valor, gran importancia o incuestionable renombre y desproporción.

En cualquier caso, el tema da lo suficientemente de sí para dar un par de vueltas más sobre él.

jueves, 2 de julio de 2009

el sentido de las cosas


Salvador es el que está más a la izquierda. Siempre dispuesto, en todo momento participativo, nunca pesado ni impertinente. Me pregunto quién de los dos ha aprendido más, aunque intuyo que yo de él, con creces. Ahora ya no es alumno, sino Licenciado y, también lo creo, amigo. A su lado está Hilario Blasco, uno de los profesores más capacitados de nuestra titulación y un investigador de muchísimo prestigio en su campo, que no es otro que el de la psiquiatría y la victimología. Rocío y María, compañeras de Rosa (que es la que está más a la derecha) han sabido compaginar los estudios de Criminología con su rigurosa labor como fiscales. Muchas veces me he sentido avergonzado frente a su profesionalidad, responsabilidad y paciencia, y me alegra que hayan confiado en mí, pese a mis defectos y errores. César Herrero es amigo y protector, pero también uno de los criminólogos más importantes de España, y profesor de política, etiología y fenomenología criminal en nuestra Universidad. Detrás, José María, alumno sobresaliente y persona humilde y rigurosa, a quien agradezco su tiempo y su ánimo. Su familia lo recupera, por fin. Giada, con el pañuelo al cuello, seguirá estudiando el fenómeno criminal desde alguna otra perspectiva, y seguirá exigiendo rigor y excelencia…, que es lo que ella nos ha dado a los que hemos tenido la suerte de ser sus profesores. Manuela, justo a su lado, terminará pronto la Licenciatura, y aprovechará todo su carácter (que es mucho) para emprender una prometedora carrera como abogado penalista. José María está en el centro, con camiseta y gafas, y creo que es su último año en la Universidad. Me alegro por el mundo profesional, al que llega una buena persona, solidaria, generosa y sencilla. Pero me da pena por mí, que quedaré algo huérfano de humanidad y no tendré más a mano a aquél alumno callado, tímido y noble, al que hace casi diez años conocí.

Felicidades a todos.