
Yo creo que se impone, y perdonen la arrogancia de la primera persona, una nueva tipificación del delito de malversación de caudales públicos. O, al menos, urge que el Tribunal Supremo dé un repaso interpretativo al mencionado precepto, de forma que éste pueda amoldarse cómodamente a “la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicado”.
Efectivamente, hubo un tiempo -y sigue habiéndolo- en que nuestros administradores públicos abusaban de su cargo desviando algunas cantidades de dinero a sus cuentas corrientes, o mandando funcionarios subordinados a blanquear la casa del alcalde -o a lavar el coche particular del señor ministro-, o haciendo suyas parte de las requisas de tabaco, droga o alcohol provenientes de alijos policiales.
Pero hoy en día las administraciones públicas gestionan unos presupuestos tan bestialmente grandes que comportamientos como los anteriormente descritos resultan socialmente inofensivos por inocentes y pueriles. Ahora ya no se trata de hurtar un poco de aquí o allá, sino de gestionar inadecuadamente y de forma interesada el gigantesco patrimonio público puesto en sus manos.
La dependencia de las grandes empresas respecto de las decisiones inversoras de las diferentes administraciones -aparentemente imparciales-, así como los casi infinitos intereses económicos que hay por medio, dibujan un panorama bastante más complejo que lo que las clásicas figuras de la prevaricación, el cohecho o el tráfico de influencias pueden absorber, y bastante más peligroso y dañino que lo que la actual jurisprudencia, restrictiva y exigente, intuye.
Obras faraónicas repartidas siempre -hábil y equitativamente- entre los mismos solicitantes, permisos dados siempre a los mismos peticionarios -los únicos que cuentan con la envergadura empresarial habilitada para pedirlos-, proyectos concedidos siempre a las mismas entidades privadas a base de endeudamientos incontrolados… Acciones, en definitiva, que no siempre (iba a escribir nunca) son necesarias -y mucho menos imprescindibles- pero que, obviamente, algún beneficio tienen que aportar (¿se imaginan si no aportaran tampoco ninguna utilidad a los ciudadanos?). Millones de euros procedentes de las arcas públicas entregados sin control real a las grandes corporaciones, con la excusa de una posibilidad, una alternativa o una corazonada.
Extrañaba hace tiempo ver cerrar y abrir en el mismo año una misma zanja. O ver trasladar arbitrariamente y sin recato alguno (con su correspondiente parafernalia de obreros, yeso y arena) las paradas de los autobuses municipales y las marquesinas, pivotes y plataformas que llevaban aparejadas. O la colocación y descolocación repetida e incomprensible de chirimbolos, carteles y anuncios varios dentro del paisaje urbano de las ciudades. Hoy ya no son sólo zanjas, plataformas ni chirimbolos, sino calles enteras, túneles, puentes y aparcamientos. Se trata de una malversación real, a gran escala, de cuantiosos fondos públicos, repartidos o regalados con oscuros objetivos, e impregnados, cuando menos, de finalidades altamente sospechosas.
Se trata, en definitiva, de comportamientos nocivos e injustos, dañinos y perveros, a los que el Derecho Penal no puede permanecer ajeno por más tiempo.